lunes, abril 30, 2007

Domingo variado

Esta mañana desperté escuchando el mismo himno que Jimi Hendrix tocó en 1969 en Woodstock. Abrí el ojo con el chirrido de una guitarra eléctrica en mi oreja, y tarareé The Star-Spangled Banner mientras me levantaba. Unos estudiantes ensayaban para el concierto de la tarde, y al parecer despertaron a todos los residentes a la vez. “¿Puedes creer que estaban tocando el himno de Estados Unidos? Esa no es manera de despertarse,” me dijo después un amigo. Claro que es el mismo que dice que los Americanos tienen un serio problema de identidad:

“No pueden ser americanos, porque americanos son todos los del Norte, los del Centro y los de Sudamérica. No pueden ser Estadounidenses, porque también están los Estados Unidos Venezolanos y los Estados Unidos de México. ¿Entonces qué son? Gringos.”

Comí con parsimonia dos huevos revueltos con bacon, y tostadas de pan blanco con mantequilla y mermelada, y después me senté a estudiar en una cafetería durante larga parte de la tarde. A las siete volví para oír el concierto y nos sirvieron helado gratis. Cuando nos cansamos nos metimos en el cuarto de un amigo que, inocente o sin cabeza, había accedido a que otras dos amigas le cortaran el pelo. Los demás fuimos a ver, a meter jaleo y a reírnos mientras los rizos caían al suelo y nuestro amigo decía uy uy uy.

Empecé un trabajo para la universidad, comparando la cobertura de información entre El País y The New York Times, respecto a la guerra de Irak. Bajé a tomar café con los demás y después de planear viajes imposibles, vimos una película de dibujos animados. Volví a mi cuarto y cené leche con cereales. Terminé mi trabajo. Me puse a escribir sobre hoy y terminé diciendo:

Miré por la ventana y me quedé maravillada. La luna llena reinaba el azul oscuro, y se reflejaba en las aguas del Río Este.

sábado, abril 28, 2007

Un día en Boston

Planeamos pasar allí el sábado. El viernes no dormimos, y salimos de la estación de bus de Chinatown a las 6.30 de la mañana. Llegamos al puerto de Boston a las 10.30 y anduvimos con la mochila en la espalda y el mapa en la mano. Enseguida encontramos la línea roja pintada en el suelo que recorre las calles de la ciudad, guiando al que se deje por cada cosa de interés. La vía de la libertad, se llama. Y la seguimos por todos los monumentos y a veces la burlamos para meternos por vericuetos.

Vimos la casa de Paul Revere, que avisó del ataque de los ingleses; la Iglesia del Norte, donde la antigua colonia bostoniana atendía a misa en cubículos reservados estrictamente para sus familias; cruzamos el puente de Charlestown y escalamos el obelisco de Bunker Hill para ver la ciudad desde arribotas; estuvimos en la plaza del ayuntamiento, acompañando a una protesta contra el Presidente Bush y sus amigos; entramos a la Antigua Casa del Estado, desde cuyo balcón se leyó por primera vez en público la Declaración de la Independencia, y junto a la que soldados británicos fusilaron a varios colonos, en la conocida Masacre de Boston; paramos ante la tumba de John Adams, quien fuera el segundo presidente de Estados Unidos; paseamos por el parque Boston Common y por el barrio Beacon Hill.

Fuimos al campus de Harvard en metro y de regreso nos bajamos en Park Street, línea roja. Esa es la parada para Suffolk University, universidad a la que hace ya más de tres años envié una solicitud y me la aceptaron. A punto estuve de irme a Boston, pero al final el imán del cariño familiar pudo más y me fui a Madrid. Si hubiese tomado una decisión diferente, esa parada sería hoy parte de mi rutina diaria. Todo habría sido muy distinto.

A la una de la mañana del domingo nos dejó el bus en la estación de Chinatown otra vez. Llevabamos dos días sin dormir.

Lo bueno de que me encante Boston es darme cuenta de lo mucho más que me encanta Nueva York. Lo mejor de irme a Boston es volver. Regresar a Nueva York tarde en la noche; vislumbrar las luces de Manhattan desde el otro lado del río; contemplar la ciudad que brilla a lo lejos y se acerca y, finalmente, al ver la corona del edificio Chrysler iluminada, sentirse en casa.

miércoles, abril 25, 2007

XX

En veinte años he visto maravillas que muchos no ven en una vida entera. Cumplo veinte y sigo con la misma cara de los trece. Con veinte, aún me cuelgan los pies de la silla. He intentado aprender más cosas de las que sé. Con veinte, sigo siendo la prima pequeña para mis primas mayores. Cojo el avión como el autobús, me ato la servilleta al cuello como un babero y tomo leche antes de dormir, como un bebé. Durante veinte años he crecido con una familia unida. Tengo una casa que me espera, unos padres que no fallan y amigos que me acompañan. Cumplo veinte en Nueva York. Y a los veinte, tengo a mi Abuela. Esto es un cumpleaños feliz.

El día que lloraban las guitarras y seguimos la música del rey

Salimos de Kennett temprano y en menos de dos horas bajé la ventanilla para respirar el aire por el Boulevard de Elvis Presley. Llegamos a Graceland, a la mansión donde vivió la leyenda del Rock ‘n’ Roll. Vimos su casa, su tumba, el salón de los trofeos con paredes repletas de discos de platino, su avión privado, el piano donde tocó canciones con su familia la última mañana de su vida, sus trajes de realeza y su colección de coches. Vimos el famoso Cadillac rosado, el único del que nunca se desprendería por ser el favorito de su madre. Y es que Elvis tenía fama de regalarle coches a sus chóferes, de propina. Vimos el hotel de los corazones rotos, el mismo de la canción (Heartbreak Hotel). Y no miente, realmente está al final de la calle solitaria; un cartel dice Lonely Street.

De camino a Memphis encontramos una estación de radio de Todo Elvis, por si no teníamos bastante con la cancioncita del primer día metida en la cabeza. Empezó la canción “Memphis, Tennessee.” Su voz sonaba “su casa está en el sur, encima de una colina, a media milla del Puente Mississipi,” cuando —por maravillas de la casualidad— justamente cruzábamos el puente de entrada a la ciudad.

Un cartel nos recibió: Memphis, cuna del blues y hogar del Rock ‘n’ Roll. Bordeamos el paseo del río, y al fondo estaba la pirámide; réplica de su ciudad hermana, Memphis de Egipto.

Aparcamos el coche. Y vi las luces del teatro, al famoso Orpheum llegaría pronto otro musical de Broadway. Por la noche habría partido en el Autozone Park, donde los Red Hawks de Memphis juegan al béisbol, y en el FedEx Forum descansaban los Grizzlies de baloncesto.

Caminamos al centro. Y por ahí se empezó a oír una guitarra eléctrica; los blues se tocan en directo en la calle Beal. Los bares son oscuros y las terrazas sirven costillas tiernas al aire libre. Un local tras otro, nadie tenía prisa, todos se paraban a escuchar. Algunos caminaban al ritmo triste de la música… y es que estaba en el aire. Sonaba por todas partes. Saltarín el piano, que se acelera con la batería. Se rompe una cuerda y llora la guitarra. La voz del negro con traje y gafas oscuras se desgarra. Pide misericordia, se ha marchado su baby. Ha caído de rodillas y tocará la guitarra para ahogar la tristeza azul.

Cerca, otro vestido con camisa de colores brillantes y sombrero, canta sentado en el muelle de la bahía. Dejó su hogar en Georgia, con dirección a Frisco Bay. No tiene nada por lo que vivir, parece que nada va a cambiar. Ahora deja que pase el tiempo… sentado en el muelle de la bahía, como cantaba Ottis Redding.

Yo también me senté. Y dejé que el tiempo pasara. Estaba en Memphis.

El día que me tiraron pan caliente y conocí a Richard Peck

El domingo fuimos a misa en la Primera Iglesia Metodista Unida, y a media mañana cogimos el coche nuevamente, en dirección al norte. Por la carretera vimos un mapache y dos armadillos muertos en el arcén. A mitad de camino paramos en una gasolinera, que estaba infestada de motocicletas Harley Davidson relucientes. Sus dueños vestían camisas lisas y pantalones vaqueros, y chaquetas de cuero bordadas con banderas de Estados Unidos o águilas. Una rubia se quitó el pañuelo que llevaba atado a la cabeza y descubrió una sesentona que se peinaba y repeinaba los pelajos a pesar del viento.

En Cape Girardeau —el único cabo interior del país— nos esperaban amigos de Ron para ver un musical donde una de las amigas tocaba la trompeta en la orquesta. Después nos fuimos en comandita a pasar la tarde en la orilla del río.

Cuando se hizo de noche nos despedimos de la panda y sólo Chase pudo venir a cenar con nosotros. Fuimos a Lambert’s, donde pedí un filete de pollo a la barbacoa (para variar del cerdo). El sistema era especial: Una vez teníamos nuestros platos servidos, los camareros pasaban por las mesas con cacerolas gigantes ofreciendo diferentes acompañantes, séase patata asada, okra frita o habichuelas coloradas. Si querías pan, no tenías más que levantar el brazo y gritar “¡Pan caliente!” Entonces un muchacho sacaba la cabeza por la puerta de la cocina y te lanzaba un trozo.

Al llegar a Kennett esa noche, fuimos a ver a los Mobleys, vecinos de Ron. El doctor Mobley estaba sentado en una mecedora cuando llegamos, y acababa de volver de Oklahoma, de ver un concurso de vaqueros (cowboys) artísticos venidos de todo el mundo.

Los Mobleys eran los padres de amigos de Ron, y en esa casa habían jugado hasta el cansancio de pequeños. Cuando vi la casa, yo hubiera hecho lo mismo. En el pasillo había una puertecita con una manivela diminuta. Me explicó que ahí vivían los elfos, porque cuando se acerca en Navidad, Santa Claus traslada su taller al ático de la casa. En el sótano, Ron me dijo que buscara la puerta escondida. Busqué un mínimo desperfecto en la pared, y toqué por ahí. Levantando un ladrillo se descubría el pomo de una puerta. Al otro lado de la pared, había un cuarto secreto.

También pasamos a ver a Richard Peck, el padre de Chase. Ron imaginó que me gustaría conocerlo, y resultó ser todo un personaje. Tras la puerta de rejilla, había colgada en la entrada una bandera de la Confederación, el bando perdedor de la Guerra Civil cuando los estados de sur quisieron separarse de la Unión. Me quedé boquiabierta y Ron me dijo, “pues espera y verás.”

Entramos al salón y en el sofá estaba la Sra. Peck, que pensó que yo era “la cosa más dulce que había visto jamás.” Del sillón se levantó Mr. Peck, un hombre mayor y bajito, con el pelo blanco y una sonrisa sincera, que me dio la bienvenida y me señaló expectante la mesita en el centro de la habitación. Allí tenía colocadas unas cuantas armas de fuego, parte de su colección. Me llevé las manos a la cabeza, y dio una risotada. “Esto en tu país es un no-no, ¿verdad?” Me dio dos pistolas, y me preguntó, “¿Pero a que se siente bien teniéndolas en la mano?” Miré a Ron y nos reímos. Me encogí de hombros y dije “Bueno…”

Me dijo que me iba a enseñar más cosas. Me colocó un casco verde con la bandera de la Confederación en la cabeza, en una mano me puso una pistola y en la otra una granada. Ron cogió uno de los rifles y pusimos caras, mientras Richard Peck nos hacía fotos. Me ragaló una pegatina con la bandera sureña que pone "Rebelde," y que no me atreveré a enseñar en Nueva York ni en ningún otro lugar donde se conozca su significado.

Este país y sus armas; Mi amor por Estados Unidos es como el amor de una madre hacia un hijo difícil. Te peleas, no estás de acuerdo, sufres por él porque hace lo que no debe, a veces parece que actúa con mala idea o es tan tonto que no se da cuenta del daño que hace. A veces es mal hijo. Y aún así, la madre no deja nunca de quererlo.

Nos sentamos y estuvimos hablando un buen rato. Lo más increíble era pensar que ese hombre bueno, simple, sentado a mi lado, que me recibe cariñosa en su casa es gente normal, y que también (no sin embargo), tiene un revolver al lado del vaso de agua en la mesita de noche. Para él es natural. Simplemente… es natural.

El día que subastaron mierda por un dólar cincuenta

Planeamos el día en función de las comidas. Iriamos a Patti’s a comer chuletas y cenaríamos en Strawberry’s un filetón de cerdo. De un sitio a otro se demoraba horas de viaje. Y en medio, iríamos a ver el campus universitario de Murray, donde estudia Ron. Empezaríamos la jornada en Kentucky y la acabaríamos en Missouri.

Por la mañana nos despedimos de los Beatons. Recorrimos carreteras preciosas, bordeando los lagos Kentucky y Barkley. A las doce llegamos a Grand Rivers, un pueblo situado en lo que se conoce como la Tierra entre los lagos. El restaurante tenía una pequeña granja con pavos reales, caballos, dos cabras y una llama. Dentro, nos recibió una mesera emperifollada y nos recitó el menú entero sin respirar. Pedimos pepinillos fritos rebozados para empezar, y de segundo chuletas de cerdo de un pulgada de alto. Nos trajeron pan con mantequilla de fresa para untar, y el agua la sirvieron en un frasco de cristal, con pajita y una rodaja de limón.

Con el café, me levanté para ir al servicio, y Ron insistió en que entrara al baño de más arriba. Pensé que habría algo gracioso allí, o que querría que viese alguna curiosidad. Abrí la puerta y entré. La puerta se cerró detrás de mi y encendí la luz. Entonces vi una bañera antigua, y dentro había un indio sentado que me miraba. Era de tamaño real con el pelo negro y trenzado. Me llevé un susto que me quedé muda y paralizada. Me quedé sosteniendo la mirada al maniquí largo tiempo, sin moverme, y luego eché un vistazo al resto del cuarto de baño de reojo. Sin darme la vuelta, alcancé la manivela y salí de allí muy despacito.

Me senté en la mesa y Ron me miró expectante. “Que susto,” dije. Y Ron soltó una carcajada, “Es el Indio Joe.” Si, pues que majo. Es una de las tradiciones en Patti’s, llevar a alguien nuevo y mandarle al baño de más arriba y luego reírse. Nos reímos, claro. Y enseguida llegó la camarera con un pastel de queso y cerezas y una velita, por mi cumpleaños adelantado. Pidió la atención de todo el mundo, dijo que “Palouma” celebraba su cumpleaños y todos los desconocidos juntos me cantaron y felicitaron. Después del postre volvimos al coche y me acordé, “Aun no he hecho pis.”

Salimos de aquel pueblito de Kentucky hacia la ciudad de Murray, en el mismo estado. Ron quiso llevarme por la carretera más bonita, y giró a la izquierda para seguir bordeando los lagos. Y tanto que los bordeamos. Nos metimos por una carretera sin fin, y la próxima salida no llegaba. Nosotros íbamos tan contentos, hablando y oyendo música Bluegrass, la típica que cantan los granjeros con sombrero, camisa a cuadros y un trozo de paja en los labios, tocando el violín. Sin saberlo, estábamos atrapados en la Tierra entre los lagos, y después de hora y media por fin vimos un cartel: Bienvenidos a Kentucky. “¿¡Eh!? Entonces, ¿donde habíamos estado?” Nos entró la risa, y descubrimos que habíamos seguido hasta Paris Landing, en el estado de Tennessee, y ahora cruzábamos a Kentucky otra vez.

A media tarde llegamos a la universidad de Murray. Aparcamos y Ron me dio el tour por el campus, enorme, precioso y caluroso. Buscamos el edificio de Periodismo, y luego caminamos hasta el colegio mayor, donde pasamos un rato con dos de sus amigos. Chase era el compañero de habitación de Ron, amigo suyo desde la infancia. Y Brandon era el vecino del cuarto de al lado, que vivía solo por el bien de todos. Llamamos a su puerta y Ron y Chase entraron delante. Me dijeron que esperara afuera, Chase echó un spray perfumado por toda la habitación y entonces me dejó entrar. Saludé a Brandon, me dijo que disculpara las bolsas de basura, y me enseñó en una estantería la montaña que había construido con latas de un refresco. Estaba orgulloso de ella, así que le felicité.

Ya había oscurecido cuando llegamos a Holcomb, Missouri. Allí habíamos quedado con los Beatons de nuevo para cenar, y así conocí al otro hermano de Ron, a la mujer de John y a su hijo, que no hizo más que imitar a un sapo toda la noche. Holcomb, como me explicó la Sra. Beaton, era un pueblo donde no había más que una oficina de correos, una tienda de ultramarinos y el restaurante donde íbamos. Pero tenía el mejor cerdo a la barbacoa de la región. Me zampé el filetón entero, más el puré de patatas y un cacillo de habichuelas espesas.

Al salir oímos escándalo en el local de al lado. Alguien dijo que sería una subasta, y mientras los demás se fueron para el aparcamiento, Ron y yo nos metimos allí a moquear. Casa de subastas de Ed. El local no tenía puertas, y el techo y las paredes se estaban desconchando. Había una topera de humo y trastos viejos amontonados en todos los rincones. En el centro había varias sillas, ocupadas por viejos mal olientes, con camisetas agujereadas, sin dientes y con greñas blancas que caían por debajo de sus gorras desgastadas.

Estos son los rednecks del sur, los “cuellos colorados,” a quienes también se les llama hicks en forma derogatoria. Son los que viven en caravanas en medio del campo y se casan entre ellos. Miles de chistes se burlan de que eres un redneck: si enciendes una cerilla en el baño y tu casa explota, si conociste a tu novia por un mensaje escrito detrás de la puerta del baño en una parada de camiones, si tu perro y tú usáis el mismo árbol, si se cae el porche de tu casa y aplasta a cuatro perros, si vas al basurero y vuelves con más basura de la que llevaste, si llevas un paquete de seis cervezas a la iglesia, si piensas que “comida rápida” es atropellar a una zarigüeya a 65 millas por hora…

De pronto sonó la voz de uno en el micrófono que decía ondlr, ondolr, d’I ere tw, ere, sld! Yo no entendía ni papa, y entonces se nos unió la Sra. Beaton, que horrorizada preguntó que en qué idioma hablaba. Ron nos vocalizó despacio: One dollar, one dollar. Do I hear two? Here, sold! (Un dólar, un dólar. ¿Oigo dos? Aquí, ¡vendido!)

A continuación se subastaba una lamparita de queroseno por un dólar cincuenta. Nadie la quería, así que el del micrófono añadió a la ganga una segunda lámpara de cristal verde pero sin pantalla. El afortunado se las llevó por tres dólares.

Volvimos a casa de Ron en Kennett y fuimos a alquilar una película. Cuando estábamos pagando, una señora con moño despeinado y camiseta de pijama le explicaba a la dependienta que esta era la tercera vez que volvía a cambiar la película porque no le funcionaba en su aparato de video. Entonces se giró a su hijo, y en un acento encaracolado del sur le advirtió que si le hacía volver otra vez le iba a “pegar para arriba fuera de la cabeza.” Smack you upside your head. En inglés tampoco tiene sentido, pero eso fue lo que dijo.

martes, abril 24, 2007

El día que crucé el Rio Mississippi por primera vez

Desayunamos en la barra de la cocina —como corresponde en cualquier casa americana que se preste— y empingorotados en unos taburetes recién acolchonados y tapizados con flores. Café americano con crema de leche, pan de plátano y torta de salchichas.

Subimos al coche y Ron me dio el tour por el pueblo. La primera parada fue en el cartel de “Bienvenidos a Kennett, hogar de Sheryl Crow.” Me paré junto a la placa que anuncia orgullosa que la cantante ganadora de nueve Grammys nació y se crió allí, y me tomé una foto. Después, desde el mismo arcén de la carretera contemplamos los campos secos de algodón. Y al final de la finca subía hacia el cielo una torre de deposito de agua que decía: Kennett. Por allí cada pueblo tiene una; el nombre del pueblo se ve desde lo lejos. Si uno se pierde por la autopista, los depósitos altos y blancos ayudan a encontrar el camino.

Fuimos a la plaza, donde está la central del periódico local, el Daily Dunklin Democrat y el juzgado. Entramos a saludar a Mr. Beaton, pero en ese momento estaba en un juicio. Ron me presentó a Mr. Blunt (nieto del actual Governador del estado de Missouri, Matt Roy Blunt) y a un par de secretarias. “Esta es mi amiga Paloma, de Madrid, España.” Mr. Blunt me dio la mano, y una de las chicas dijo, “Ah, tú eres Paloma. Qué bien que hayas venido, te estábamos esperando.” Y es que en un pueblito del sur todos se conocen, todo se sabe, y una visita es un gran acontecimiento, especialmente si la visita viene de Europa. La otra chica, que estaba al teléfono, se giró y se levantó a saludarme. “Así que tú eres Paloma. Estabas por todo mi calendario, jeje.”

A medio día buscamos a Laura y nos fuimos a comer a Bill’s BBQ, la Barbacoa de Bill. Por fín, después de un semestre entero en Nueva York oyendo lo rico y maravilloso de los chuletones de cerdo de Bill, pude comprobarlo por mi misma. Ir a Bill’s, entendí, es como ir al bar de Francisquillo en mi pueblo (yo es que todo lo comparo a mi pueblo). Hay que ir, hay que comer y disfrutar, y siempre está bueno.

Por la tarde fuimos a visitar a Gracie, la que fuera nana de Ron y sus hermanos. Es una mujer negra y grande, ya mayor y soltera, que vive en las casas de protección oficial. Nos recibió con abrazos y alegría por conocerme. Dentro, las paredes estaban forradas de papel verdoso y los sillones cubiertos con sábanas. Tomamos asiento, y mientras separaba las hojas limpias de una lechuga, contaba historias de cuando “sus niños eran pequeños.” El salón era minúsculo, el piso era de moqueta veis. La telenovela estaba encendida y una malvada madrastra le juraba a un desgraciado que se las pagaría. La estantería estaba repleta de recuerditos y fotografías de la familia y “sus niños” casi escondidas tras marcos enormes y rococó. Un abanico eléctrico refrescaba la habitación.

Después fuimos a casa de los Earnest, padres de Emily, compañera del colegio de Ron. La mujer nos abrió la puerta vestida en vaqueros y camiseta de estar por casa, con una coleta en el pelo. En la cocina estaba Mr. Earnest, sentado al ordenador, con las piernas cruzadas y los pies encima de una silla. Me llevaron a la casa de la piscina, en su patio trasero, donde la Sra. Earnest había montado una fabrica de caramelo casera. También allí había trasladado la cama de Emily, para que tuviera su rinconcito privado cuando fuera a visitarlos en el verano. Vi cartelitos amarillos por todas partes, y la mujer me explicó que quería que su hija aprendiera francés “de una vez por todas.” Había papelitos etiquetando casa cosa. En la ventana se leía “Fenêtre” y debajo la forma correcta de pronunciación. En la silla ponía “Chaise” y en la puerta, “Porte,” naturalmente.

Volvimos a casa de los Beaton, pues a las tres de la tarde partíamos todos de viaje. Estábamos llegando a la casa, cuando vi a un hombre barrigudo y con gorra que paseaba lánguido por los jardines con una lata de cerveza en la mano. Ron me explicó que su actividad diaria consistía en dar vueltas al vecindario eructando.

Monté con Laura, Ron y sus padres en el todo-terreno y salimos con destino a Paducah, Kentucky. De camino cruzamos el condado de New Madrid y me emocioné. Claro, me explicaron, que allí se le decía Nuh Mádrid.

Por ahí debajo está la falta tectónica de New Madrid, que causó un grave terremoto en los años treinta. Fue tan fuerte el sismo que hizo que las aguas del Mississippi se dieran la vuelta y retrocediera la corriente. Por carreteras verdes al fin llegamos al puente viejo. Por ese y otro puente más pasamos del estado de Missouri al de Illinois momentáneamente, y por fin al de Kentucky. Crucé el Mississippi. Los nervios de estar ante años de historia estudiada, por el mismo río que navegó el niño Tom Sawyer, en la aventuras escritas por Mark Twain… Vimos el choque de aguas del Rio Ohio con el “Mighty” Mississippi, el poderoso.

Tras un par de horas de carreteta llegamos a Paducah. Allí nos recibió el resto del clan Beaton, en casa de Ron Beaton Senior, el tío famoso por las noticias en televisión para el canal NBC. Ya estaba jubilado, pero me contó cosas interesantes y me mostró fotos de entrevistas a personajes importantes. También estaba la abuela Lúlu y el tío Lawrence. Beth, la esposa del tío Ron me llevó al cuarto de invitados para dejar mi mochila.

En el salón los hombres y yo veíamos un partido de béisbol, mientras las mujeres se encargaban de la barbacoa en el patio. Cuando la comida estuvo lista, hicimos un corro alrededor de la mesa de la cocina. Juntamos las manos y rezamos. Una vez bendecida la comida cada uno se sirvió hamburguesas, perritos calientes, condimentó la carne con ketchup, mostaza y/o mayonesa, con ensalada de pistacho y habichuelas coloradas. En la mesa el tío Lawrence, inmutable con sus canas y su mano temblorosa, me hizo un breve y conciso resumen del Antiguo Testamento que me dejó sentada.

Por la noche bajamos al centro de la ciudad, con edificios antiguos (de hace cien años), una plaza y el río. En el puerto de Paducah desembarcó en General Grant —que luego se convertiría en Presidente— y allí se vertió sangre durante la Guerra Civil por controlar el tráfico de barcos hacia el norte.

Después de un paseo y de reconstruir ante nuestros ojos parte de la historia de Estados Unidos, volvimos a la casa con toda la familia. Junto al garaje tiramos canastas con el tío Ron hasta las dos de la madrugada.


lunes, abril 23, 2007

El día que llegué al tacón de la bota

Aterricé en Memphis, Tennessee, de noche y el Rey sonreía en una perfecta creciente lunar. Ya estaba en el sur de los grandes músicos americanos, en los estados perdedores de la Confederación, de los antiguos esclavos y campos de cultivo, de las personas que guardan una pistola en la mesita de noche, la tierra de la salsa barbacoa, del acento profundo. Ni libros, ni películas ni historias contadas me habían podido hacer entender completamente lo que tres días allí demostrarían sin duda: el sur es un mundo aparte.

Me recogieron en el aeropuerto la Sra. Beaton, madre de mi amigo Ron, y su prima Nancy. Al vernos, sin conocernos de antes, la Sra. Beaton y yo supimos quiénes éramos porque las dos nos buscábamos la una a la otra. Ron llegaría más tarde, y de camino a la casa paramos las tres a cenar en Cracker Barrel, un restaurante de comida sureña, con mecedoras en el porche y banderas estadounidenses colgadas en cada columna.

Mrs. Beaton tiene unos sesenta, tiene el pelo corto y rizado, teñido de rubio. Usa gafas, y no es mucho más alta que yo. Es dicharachera y nerviosa; todo tiene que estar perfecto. La prima está casada con un ranchero, propietario de cientos de caballos. Veintidós yeguas están a punto de dar a luz. Me ayudó a descifrar el menú, y explicó ligeramente en qué consistía cada plato.

Me sugirieron un filete de carne y patatas fritas, por si acaso no me gustaba algo y me quedaba con hambre. Quita, quita, que hay que probar; Comí hígados de pollo rebozados, espinacas con vinagre y sal, una cacerola de patatas hashbrown y pan de maíz con mantequilla.

Después de la comilona montamos las tres al coche y enfilamos la carretera recta y oscura hacia Kennett, Missouri, donde vive mi amigo. Ir allí suponía lo mismo que en España es –para un forastero- ir a mi pueblo, Bienservida (Albacete). Había oído hablar tanto de Kennett, “el trocito de Missouri que se sale hacia Arkansas”, “el tacón de la bota de Missouri”; me había imaginado a la gente y los alrededores tantas veces, me sabía tan bien las historias y recordaba tan claras las anécdotas, que cuando llegué fue como si ya lo conociera.

Aparcamos en el pavimento detrás de la casa, donde había una canasta de baloncesto clavada al piso. En la misma casa había tres coches, uno para cada habitante, pues las piernas en el medio de América sólo se utilizan en interiores. Entramos y conocí a Laura, hermana de Ron. En el salón estaba el Juez John Beaton, un hombre alto, de manos enormes y pelo gris, sentado en un sillón leyendo el periódico, con los pies encima de una reposadera, y con las gafas enganchadas en la punta de la nariz. Al verme se levantó enseguida a darme la bienvenida con una sonrisa. Al estrechar mi mano desapareció de repente bajo sus palmas gigantes.

Enseguida llegó Ron, que volvía de una clase nocturna en la universidad, conduciendo desde otro estado. Me senté con él a la mesa mientras cenaba, pero yo no pude tomar más que mi vasito de leche. Aún tenía los hígados atascados. Nos pusimos al tanto de las últimas novedades de nuestros amigos en Nueva York, y planeamos los días siguientes en el sur de Estados Unidos. Empecé a tararear una canción de Elvis y la tuvimos metida en la cabeza el resto del viaje.

Ya era media noche y cogimos el coche para ir a los grandes almacenes Wal Mart. Un jueves por la noche en un pueblo de Missouri no hay nada más abierto. Alquilamos una peli de tontos que se caen y se dan trompicones y nos reímos hasta que nos entró el sueño.

Dormí en el cuarto de invitados, en una cama que me llegaba por el hombro. Me puse el pijama, cogí impulso y salté encima del colchón. Dormí sin ruidos de ciudad y rodeada por campos de algodón.


miércoles, abril 18, 2007

La ciudad del rey

Nuevamente mochila al hombro. Esta vez parto a buscar al rey. Dicen que aun está vivo… Mañana dormiré con nanas, en la cuna del Rock and Roll. Memphis, allá voy. Elvis, voy a por ti.

lunes, abril 16, 2007

La fórmula mágica

Tomo un sorbo de la taza y me transporto en tiempo y lugar. Desaparece la mesa redonda, las sillas de culo duro; se esfuman los amigos que hablan inglés, las cucharas de plástico y los platos de vajillas distintas, se apagan las luces de baja energía, se pierden las canciones de moda… y ahora suenan villancicos. Un sorbo de la taza y se borra Nueva York. Un gusto a chocolate me coloca en un lugar remoto, al otro lado del océano, al final de la llanura y al pie de las montañas. Estoy en el pueblo de La Mancha, Bienservida en Nochebuena y hay un guirigay de chiquillos y gozo. Todos queremos más chocolate, más chocolate.. Abuela, te ha salido muy bueno. Sabe a felicidad. Tomo otro poco y aterrizo en Madrid la noche de reyes, interminables juegos de cartas en familia y emoción de compartir regalos. Todos nos reímos, todos jugamos. Sabe a felicidad. El último sorbo… y se trasforman los recuerdos, se mezclan los colores, los objetos se tornan sólidos y caigo de nuevo en la silla de culo duro. Otra vez estoy en Nueva York, rodeada de amigos y de anécdotas y bromas. Una taza de chocolate; en buena compañía sabe a felicidad.

domingo, abril 15, 2007

Tormenta en Nueva Inglaterra

Amenazas de inundación en toda la región. 6 °C. Nieve en la ciudad y ráfagas de viento de 50 millas por hora al noreste del país. Me ato el tobillo al suelo y empiezo a volar como una cometa. Subo y subo y veo los tejados de Nueva York, las gárgolas que adornan los edificios, los depósitos de agua que los coronan. Ondulo en el cielo como una bandera que danza al viento. Me mojo. Cloc, cloc, rrrrsh. Empieza el granizo, se rasga mi cometa, se rompe la cuerda, caigo, caigo… chof, al río Este. Me lleva el agua. La corriente me arrastra y me lleva hasta el sur de la isla, las aguas del Hudson me recogen y me conducen por el lado oeste de la ciudad… bordeo Manhattan… y me voy acercando al lugar donde empecé. De pronto una ola gigante me eleva y me deposita con cuidado al borde de mi ventana. Me deja a salvo y se retira a su caudal. Entro a mi cuarto, me seco un poco los pies y me pongo una toalla por la cabeza. Me siento a mirar por el cristal. Afuera llueve ardillas... qué extraño. Empiezo a escribir.

miércoles, abril 11, 2007

El Mariachi

De la bodas francesas, “marriages,” con sombreros mexicanos se convirtieron en “mariachis.” Los hombres no son mariachis, sino que varios forman “un mariachi.”

En la Plaza Garibaldi de México D.F. está la fiesta. Es sábado por la noche. Se oyen guitarras y trompetas. Paseamos y se nos acercan, le cantamos señor, le cantamos. Hay una familia sentada en un banco, alrededor un mariachi toca La Malagueña. Por unos pesos una canción, señor. Un enamorado le dedica Échame a mi la culpa a la chica con la rosa en la mano. ¿Le cantamos? Viejos amigos bailan en un corro una ranchera de Guadalajara. Avanzamos y se mezclan las melodías, se pierde lejana La Malagueña y distinguimos al mariachi de al lado y suena México lindo y querido.

Entramos al Salón Tenampa; una barra con botellas de tequila, paredes pintadas con las letras de rancheras, banderas de colores que caen del techo, mesas de madera, escándalo, juerga.

Pedimos margaritas y mientras esperamos nos rodean con Cielito lindo. Bravo. Aún no llegan las fajitas ni el guacamole. Un viejito con peluquín, tan canijo como yo se acerca a nuestra mesa. Va de traje blanco impecable y del cuello le cuelga un guitarrón panzudo más grande que él. ¿Una canción? Le cantamos lo que quiera. Espera a tener la aprobación. Conseguida; el viejito tira de tres cuerdas de su guitarra pon Pon POM.

Es la señal y los demás acuden al llamado. Como en los dibujos animados, de pronto aparecieron ocho de todas partes. Dos guitarras se levantaron de sus mesas, tres trompetas salieron de la nada, se presentó un violín y por fin el vocalista.

Buenas noches, buenas noches, buenas noches. Todos impecables. Las guitarras de blanco y pajarita amarilla; las trompetas y el violín de traje negro y corbata verde. Un, dos, tres.

Dicen que por las noches no más se le iba en puro llorar… Juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto... Trompeta, trompeta. Ay ay ay ay ay cantaba… De pasión mortal moría. Trompeta, trompeta, violííín. Juran que esa paloma no es otra cosa más que su alma… Cucurrucucú, cucurrucucú, cucurrucucú, paloma. Trompeta, trompeta, violín-lín-lííín. Cucurrucucú, cucurrucucú, cucurrucucú, cantaba. Ay ay ay ay ay…. no llores. Trompeta, violín. Trompeta, violín. Trompeta, vio-lín.

Mexicanadas

> Esta pirámide está totalmente reconstruida.
- Vamos, que se la han inventado.

> ¿Le gustaría pan dulce?
- Mmm..
> Espere, le traigo la charola (bandeja con bollos).
- Mmm, ya… ¿pero no tiene pan normal?

> Órale, pá, está resbaloso.

> Señor, ¿le cantamos una canción?
- Ya me cantaron.
> ¿Pero con el mariachi?

(Sobre los “Tlahtoani”)
> ¿Como se llamaba a los jefes Aztecas?
- Hubo varios, Tenoch, Moctezuma…
> No, pero digo que como se le llamaban.
- Bueno, en nuestros libros de historia les llamaban jefe.

> Quítate la gorra que te vas a quedar calva.

(Sigue sobre los “Tlahtoani”)
> No, no. Era algo raro, tuli-toli o algo así.
- ¿Se refiere al título?
> Si.
- Rey.

> Ponte la gorra que te vas a quemar.
- ¿Y si pierdo pelo?

(De una estatua)
> ¿Qué monumento es este?
- No es un monumento. Más bien es un símbolo.

Se tropieza la madre subiendo las escaleras; el padre y la hija se ríen.
Se resbala el padre bajando las escaleras; la madre y la hija se ríen.
Se tropieza la hija subiendo las escaleras; la hija, el padre y la madre se ríen.
Se escalabra el guía subiendo las escaleras; los tres se muerden la lengua y disimulan.

> Gracias.
- Ándele.

(Cómo preparar cerveza con tequila)
> Primero le echas lejía, sal, luego la cerveza y otra vez sal.
- Y lavas la ropa con tequila.
> Ay.

> … Y aquí está Cristóbal Colón, el primer turista de América.

> Apúrate, es tarde.
- ¡Híjole, es cierto!

(Se da un cocotazo contra el vidrio del escaparate)
- Ay, que me doy.
(Se vuelve a dar)
- Ay, que tonta estoy.
(Se da otra vez)
- ¡Ah!

>Tengo sueño.
- ¿Trasmañanaste?

martes, abril 10, 2007

Mexi Ixtle Co

Moctezuma, el último Tatluani, vislumbró la tez blanca y las largas barbas de los conquistadores y pensó que eran dioses. Abrió el baúl de los tesoros a los nuevos hueritos divinos y éstos destrozaron la gran Mexico-Tenochtitlán para construir en su lugar Catedrales, un Palacio de Gobierno y otras casas coloniales que forman el D.F. actual. Donde vivían dos mil ahora viven 19 millones. Edificaron sobre agua, y hoy las iglesias se hunden más rápido que Venecia. Hernán Cortés capturó al del penacho de plumas verdes y oro y así termino el imperio Azteca. D.F. limpia, alegre, verde, grande.

En Tlatelolco se juntan tres culturas. Ruinas de los Mexicas al lado de la Iglesia de Santiago de la época colonial. Al fondo un edificio gris y feo… de nuestro tiempo.

Cuernavaca es la ciudad de la eterna primavera y de las buganvillas; lilas, rosas, rojas. Ahí nació el revolucionario Emiliano Zapata. Hoy queda su estátua. Calor, y la Sierra Madre del Sur al horizonte.

Taxco, nombre con reminiscencias de la lengua Nahualtl, es un pueblo pintoresco con calles de adoquines, casas de fachada blanca y tejas rojas, costanetos para arriba y abajo, artesanía y plata, plagado de coches escarabajo y hombres con sombrero.

En Cholula hay una pirámide enterrada bajo la vegetación de un cerro. Encima la iglesia de Los Remedios. Vistas panorámicas, y al fondo los volcanes Iztaccíhualt y Popocatépl, dragones de la tierra.

Puebla linda y colonial, rodeada de campanarios. A Cortés se le subió el orgullo a la cabeza al ver los cientos de templos Aztecas y mandó construir una iglesia por cada día del año. 365 retablos. Y se cruzan tres Cristos y cuatro Dolorosas, pues cada parroquia sale con su procesión. Suenan los tambores.

En Teotihuacan los hombres se convierten en dioses. El centro del universo a los pies del templo de Quetzalcoatl. Seguir por la Calzada de Los Muertos hasta la pirámide del Sol. Escalarla y contemplar la de la Luna en el valle. Imaginarlo hace siglos, cuando el suelo era agua y la luna se reflejaba.

El país del cáctus nopal, del águila y la serpiente. Tequila del maguey. La tierra es un cocodrilo, y su cola las montañas.
Mexi, luna. Ixtle, centro. Co, lugar.

México.