El día que subastaron mierda por un dólar cincuenta
Planeamos el día en función de las comidas. Iriamos a Patti’s a comer chuletas y cenaríamos en Strawberry’s un filetón de cerdo. De un sitio a otro se demoraba horas de viaje. Y en medio, iríamos a ver el campus universitario de Murray, donde estudia Ron. Empezaríamos la jornada en Kentucky y la acabaríamos en Missouri.
Por la mañana nos despedimos de los Beatons. Recorrimos carreteras preciosas, bordeando los lagos Kentucky y Barkley. A las doce llegamos a Grand Rivers, un pueblo situado en lo que se conoce como la Tierra entre los lagos. El restaurante tenía una pequeña granja con pavos reales, caballos, dos cabras y una llama. Dentro, nos recibió una mesera emperifollada y nos recitó el menú entero sin respirar. Pedimos pepinillos fritos rebozados para empezar, y de segundo chuletas de cerdo de un pulgada de alto. Nos trajeron pan con mantequilla de fresa para untar, y el agua la sirvieron en un frasco de cristal, con pajita y una rodaja de limón.
Con el café, me levanté para ir al servicio, y Ron insistió en que entrara al baño de más arriba. Pensé que habría algo gracioso allí, o que querría que viese alguna curiosidad. Abrí la puerta y entré. La puerta se cerró detrás de mi y encendí la luz. Entonces vi una bañera antigua, y dentro había un indio sentado que me miraba. Era de tamaño real con el pelo negro y trenzado. Me llevé un susto que me quedé muda y paralizada. Me quedé sosteniendo la mirada al maniquí largo tiempo, sin moverme, y luego eché un vistazo al resto del cuarto de baño de reojo. Sin darme la vuelta, alcancé la manivela y salí de allí muy despacito.
Me senté en la mesa y Ron me miró expectante. “Que susto,” dije. Y Ron soltó una carcajada, “Es el Indio Joe.” Si, pues que majo. Es una de las tradiciones en Patti’s, llevar a alguien nuevo y mandarle al baño de más arriba y luego reírse. Nos reímos, claro. Y enseguida llegó la camarera con un pastel de queso y cerezas y una velita, por mi cumpleaños adelantado. Pidió la atención de todo el mundo, dijo que “Palouma” celebraba su cumpleaños y todos los desconocidos juntos me cantaron y felicitaron. Después del postre volvimos al coche y me acordé, “Aun no he hecho pis.”
Salimos de aquel pueblito de Kentucky hacia la ciudad de Murray, en el mismo estado. Ron quiso llevarme por la carretera más bonita, y giró a la izquierda para seguir bordeando los lagos. Y tanto que los bordeamos. Nos metimos por una carretera sin fin, y la próxima salida no llegaba. Nosotros íbamos tan contentos, hablando y oyendo música Bluegrass, la típica que cantan los granjeros con sombrero, camisa a cuadros y un trozo de paja en los labios, tocando el violín. Sin saberlo, estábamos atrapados en la Tierra entre los lagos, y después de hora y media por fin vimos un cartel: Bienvenidos a Kentucky. “¿¡Eh!? Entonces, ¿donde habíamos estado?” Nos entró la risa, y descubrimos que habíamos seguido hasta Paris Landing, en el estado de Tennessee, y ahora cruzábamos a Kentucky otra vez.
A media tarde llegamos a la universidad de Murray. Aparcamos y Ron me dio el tour por el campus, enorme, precioso y caluroso. Buscamos el edificio de Periodismo, y luego caminamos hasta el colegio mayor, donde pasamos un rato con dos de sus amigos. Chase era el compañero de habitación de Ron, amigo suyo desde la infancia. Y Brandon era el vecino del cuarto de al lado, que vivía solo por el bien de todos. Llamamos a su puerta y Ron y Chase entraron delante. Me dijeron que esperara afuera, Chase echó un spray perfumado por toda la habitación y entonces me dejó entrar. Saludé a Brandon, me dijo que disculpara las bolsas de basura, y me enseñó en una estantería la montaña que había construido con latas de un refresco. Estaba orgulloso de ella, así que le felicité.
Ya había oscurecido cuando llegamos a Holcomb, Missouri. Allí habíamos quedado con los Beatons de nuevo para cenar, y así conocí al otro hermano de Ron, a la mujer de John y a su hijo, que no hizo más que imitar a un sapo toda la noche. Holcomb, como me explicó la Sra. Beaton, era un pueblo donde no había más que una oficina de correos, una tienda de ultramarinos y el restaurante donde íbamos. Pero tenía el mejor cerdo a la barbacoa de la región. Me zampé el filetón entero, más el puré de patatas y un cacillo de habichuelas espesas.
Al salir oímos escándalo en el local de al lado. Alguien dijo que sería una subasta, y mientras los demás se fueron para el aparcamiento, Ron y yo nos metimos allí a moquear. Casa de subastas de Ed. El local no tenía puertas, y el techo y las paredes se estaban desconchando. Había una topera de humo y trastos viejos amontonados en todos los rincones. En el centro había varias sillas, ocupadas por viejos mal olientes, con camisetas agujereadas, sin dientes y con greñas blancas que caían por debajo de sus gorras desgastadas.
Estos son los rednecks del sur, los “cuellos colorados,” a quienes también se les llama hicks en forma derogatoria. Son los que viven en caravanas en medio del campo y se casan entre ellos. Miles de chistes se burlan de que eres un redneck: si enciendes una cerilla en el baño y tu casa explota, si conociste a tu novia por un mensaje escrito detrás de la puerta del baño en una parada de camiones, si tu perro y tú usáis el mismo árbol, si se cae el porche de tu casa y aplasta a cuatro perros, si vas al basurero y vuelves con más basura de la que llevaste, si llevas un paquete de seis cervezas a la iglesia, si piensas que “comida rápida” es atropellar a una zarigüeya a 65 millas por hora…
De pronto sonó la voz de uno en el micrófono que decía ondlr, ondolr, d’I ere tw, ere, sld! Yo no entendía ni papa, y entonces se nos unió la Sra. Beaton, que horrorizada preguntó que en qué idioma hablaba. Ron nos vocalizó despacio: One dollar, one dollar. Do I hear two? Here, sold! (Un dólar, un dólar. ¿Oigo dos? Aquí, ¡vendido!)
A continuación se subastaba una lamparita de queroseno por un dólar cincuenta. Nadie la quería, así que el del micrófono añadió a la ganga una segunda lámpara de cristal verde pero sin pantalla. El afortunado se las llevó por tres dólares.
Volvimos a casa de Ron en Kennett y fuimos a alquilar una película. Cuando estábamos pagando, una señora con moño despeinado y camiseta de pijama le explicaba a la dependienta que esta era la tercera vez que volvía a cambiar la película porque no le funcionaba en su aparato de video. Entonces se giró a su hijo, y en un acento encaracolado del sur le advirtió que si le hacía volver otra vez le iba a “pegar para arriba fuera de la cabeza.” Smack you upside your head. En inglés tampoco tiene sentido, pero eso fue lo que dijo.
Por la mañana nos despedimos de los Beatons. Recorrimos carreteras preciosas, bordeando los lagos Kentucky y Barkley. A las doce llegamos a Grand Rivers, un pueblo situado en lo que se conoce como la Tierra entre los lagos. El restaurante tenía una pequeña granja con pavos reales, caballos, dos cabras y una llama. Dentro, nos recibió una mesera emperifollada y nos recitó el menú entero sin respirar. Pedimos pepinillos fritos rebozados para empezar, y de segundo chuletas de cerdo de un pulgada de alto. Nos trajeron pan con mantequilla de fresa para untar, y el agua la sirvieron en un frasco de cristal, con pajita y una rodaja de limón.
Con el café, me levanté para ir al servicio, y Ron insistió en que entrara al baño de más arriba. Pensé que habría algo gracioso allí, o que querría que viese alguna curiosidad. Abrí la puerta y entré. La puerta se cerró detrás de mi y encendí la luz. Entonces vi una bañera antigua, y dentro había un indio sentado que me miraba. Era de tamaño real con el pelo negro y trenzado. Me llevé un susto que me quedé muda y paralizada. Me quedé sosteniendo la mirada al maniquí largo tiempo, sin moverme, y luego eché un vistazo al resto del cuarto de baño de reojo. Sin darme la vuelta, alcancé la manivela y salí de allí muy despacito.
Me senté en la mesa y Ron me miró expectante. “Que susto,” dije. Y Ron soltó una carcajada, “Es el Indio Joe.” Si, pues que majo. Es una de las tradiciones en Patti’s, llevar a alguien nuevo y mandarle al baño de más arriba y luego reírse. Nos reímos, claro. Y enseguida llegó la camarera con un pastel de queso y cerezas y una velita, por mi cumpleaños adelantado. Pidió la atención de todo el mundo, dijo que “Palouma” celebraba su cumpleaños y todos los desconocidos juntos me cantaron y felicitaron. Después del postre volvimos al coche y me acordé, “Aun no he hecho pis.”
Salimos de aquel pueblito de Kentucky hacia la ciudad de Murray, en el mismo estado. Ron quiso llevarme por la carretera más bonita, y giró a la izquierda para seguir bordeando los lagos. Y tanto que los bordeamos. Nos metimos por una carretera sin fin, y la próxima salida no llegaba. Nosotros íbamos tan contentos, hablando y oyendo música Bluegrass, la típica que cantan los granjeros con sombrero, camisa a cuadros y un trozo de paja en los labios, tocando el violín. Sin saberlo, estábamos atrapados en la Tierra entre los lagos, y después de hora y media por fin vimos un cartel: Bienvenidos a Kentucky. “¿¡Eh!? Entonces, ¿donde habíamos estado?” Nos entró la risa, y descubrimos que habíamos seguido hasta Paris Landing, en el estado de Tennessee, y ahora cruzábamos a Kentucky otra vez.
A media tarde llegamos a la universidad de Murray. Aparcamos y Ron me dio el tour por el campus, enorme, precioso y caluroso. Buscamos el edificio de Periodismo, y luego caminamos hasta el colegio mayor, donde pasamos un rato con dos de sus amigos. Chase era el compañero de habitación de Ron, amigo suyo desde la infancia. Y Brandon era el vecino del cuarto de al lado, que vivía solo por el bien de todos. Llamamos a su puerta y Ron y Chase entraron delante. Me dijeron que esperara afuera, Chase echó un spray perfumado por toda la habitación y entonces me dejó entrar. Saludé a Brandon, me dijo que disculpara las bolsas de basura, y me enseñó en una estantería la montaña que había construido con latas de un refresco. Estaba orgulloso de ella, así que le felicité.
Ya había oscurecido cuando llegamos a Holcomb, Missouri. Allí habíamos quedado con los Beatons de nuevo para cenar, y así conocí al otro hermano de Ron, a la mujer de John y a su hijo, que no hizo más que imitar a un sapo toda la noche. Holcomb, como me explicó la Sra. Beaton, era un pueblo donde no había más que una oficina de correos, una tienda de ultramarinos y el restaurante donde íbamos. Pero tenía el mejor cerdo a la barbacoa de la región. Me zampé el filetón entero, más el puré de patatas y un cacillo de habichuelas espesas.
Al salir oímos escándalo en el local de al lado. Alguien dijo que sería una subasta, y mientras los demás se fueron para el aparcamiento, Ron y yo nos metimos allí a moquear. Casa de subastas de Ed. El local no tenía puertas, y el techo y las paredes se estaban desconchando. Había una topera de humo y trastos viejos amontonados en todos los rincones. En el centro había varias sillas, ocupadas por viejos mal olientes, con camisetas agujereadas, sin dientes y con greñas blancas que caían por debajo de sus gorras desgastadas.
Estos son los rednecks del sur, los “cuellos colorados,” a quienes también se les llama hicks en forma derogatoria. Son los que viven en caravanas en medio del campo y se casan entre ellos. Miles de chistes se burlan de que eres un redneck: si enciendes una cerilla en el baño y tu casa explota, si conociste a tu novia por un mensaje escrito detrás de la puerta del baño en una parada de camiones, si tu perro y tú usáis el mismo árbol, si se cae el porche de tu casa y aplasta a cuatro perros, si vas al basurero y vuelves con más basura de la que llevaste, si llevas un paquete de seis cervezas a la iglesia, si piensas que “comida rápida” es atropellar a una zarigüeya a 65 millas por hora…
De pronto sonó la voz de uno en el micrófono que decía ondlr, ondolr, d’I ere tw, ere, sld! Yo no entendía ni papa, y entonces se nos unió la Sra. Beaton, que horrorizada preguntó que en qué idioma hablaba. Ron nos vocalizó despacio: One dollar, one dollar. Do I hear two? Here, sold! (Un dólar, un dólar. ¿Oigo dos? Aquí, ¡vendido!)
A continuación se subastaba una lamparita de queroseno por un dólar cincuenta. Nadie la quería, así que el del micrófono añadió a la ganga una segunda lámpara de cristal verde pero sin pantalla. El afortunado se las llevó por tres dólares.
Volvimos a casa de Ron en Kennett y fuimos a alquilar una película. Cuando estábamos pagando, una señora con moño despeinado y camiseta de pijama le explicaba a la dependienta que esta era la tercera vez que volvía a cambiar la película porque no le funcionaba en su aparato de video. Entonces se giró a su hijo, y en un acento encaracolado del sur le advirtió que si le hacía volver otra vez le iba a “pegar para arriba fuera de la cabeza.” Smack you upside your head. En inglés tampoco tiene sentido, pero eso fue lo que dijo.
3 Comments:
ME IMAGINO PERFECTAMENTE LA ESCENA CON LOS "REDNECKS", DE AUTÉNTICA PELÍCULA SUREÑA, PROFUNDA, EXTRAVAGANTE, UNO DE ESOS MOMENTOS EN QUE LA REALIDAD SUPERA CON CRECES A LA FICCIÓN, UN AUTÉNTICO "LUJO". ¡ ES LO QUE TIENE SER TAN INTRÉPIDA Y CURIOSA!
BESO ENORME
Hermana, me encanta como escribes y me alegro de que te lo hayas pasado tan bien!
Sigue contando historias, que seguro que tienes muchas!
Besitos!
Rita
PD: Iowa is waiting for uuuu
smack you upside your head Significa "darte un coscorron"
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