Un mes después ya he encontrado mi hueco in the City. “A estudiar” he venido, y claro, hay tiempo para todo pero sobre todo hay tiempo para lo demás. Los días se pasean y celebro la paradoja del ajetreo de Nueva York viviendo tan tranquila. Pongo el despertador a las diez de la mañana, por eso de aprovechar al máximo, y también por no perderme lo más mínimo acabo acostándome a las dos o a las tres cada noche. ¿Vas a clase? Por supuesto, y no falto a ninguna. Llevo todo al día, y los días me llevan a mi.
Por fin llega el viernes por la noche y en la isla de Manhattan es una noche como otra cualquiera. No hay pecado en quedarse en casa un sábado, porque el resto de la semana sólo vuelvo a casa para dormir. El martes a cenar, un miércoles al teatro, al cine el jueves, el viernes quedamos a desayunar. Como dijo Frank Sinatra, es la ciudad que nunca duerme. Y como digo yo, tampoco sus gentes. No se sabe cuando empieza la semana, no importa qué día es. Incluso espero que se acabe el fin de semana porque los domingos hay brunch todos juntos, cada uno prepara su especialidad. Y no hay mal en que llegue el lunes porque no hay que madrugar.
Dejarme deslumbrar por las luces en Times Square, a ver si hay suerte en la rifa y nos tocan las entradas más baratas a cualquier obra de Broadway. Siempre hay suerte. Siempre hay Broadway. Siempre hay tardes en Central Park, mañanas con café por gusto y no por necesidad, caminatas Lexinton abajo, escaparates La Quinta arriba, ketchup, bagels, cheesecakes, taxistas con turbantes en Fords amarillos, ejecutivos con deportivas y maletín, conductores negros de autobús, ardillas, rascacielos, jóvenes tirando de siete correas de siete perros a la vez, gordos comiendo hot-dogs por la calle, gangters horteras con gorras de los Yankees en el metro, comida congelada, exquisiteces de cualquier lugar, porteros con capa y sombrero a la entrada de un lujoso edificio, y un chofer de limusina esperando en la puerta, un loco desnudo en una esquina, un día de sol y otro nublado, y el Empire State iluminado.
Siempre hay todo en Nueva York. Nunca es hora de dormir, sino que hay horas en las que duermo. Nunca es hora de despertar, pero siempre hay ganas de levantarse. No aprieta el tiempo ni se para tampoco. Llevo un mes de vacaciones, soy turista residente; estudiante en pleno curso y feliz en Nueva York.