miércoles, febrero 27, 2008

Crónicas de Venecia III

Día Tres. Domingo, 24 de Febrero, 2008.
Ruidos de domingo.

Empieza el día con besos a Ana. ¡Felíz cumpleaños! Hay niebla espesa y tenemos que abrir bien los ojos para absorber todos los colores. En la chiesa, iglesia de San Maurizio hay un cartel de Vivaldi y una exposición de artesanos, creadores de violines y otros instrumentos de cuerda.

Nos damos cuerda a nosotros mismos para un nuevo día y llegamos otra vez a la orilla del Gran Canal. De las aguas del muelle emergen palos pintados con espirales rojas y blancas, con puntillas turquesas y doradas. Estamos ante el Instituto Veneto di Scienze Lettere ed’Arti, un palacete color mostaza, con ventanas góticas y marcos blancos.

Cruzamos el Ponte Dell’Accademia, llegamos al barrio de Dorsoduro y suenan campanas. En un tenderete veo postales de disfraces carnavalescos: Crivellino, Pantalone, Arlecchina, Il medico de la peste… Y caminamos por el muelle, la niebla no deja ver el agua. Podría aparecer el fantasma de la ópera en cualquier momento. En vez de eso, vuelven a sonar campanas.

En otra esquina tan única y bonita como todas, la del cumpleaños se prepara para hacer una foto y cae rodando al canal la tapa de su cámara. Es culpa del mundo entero. Pues feliz cumpleaños; se le cae la tapa al agua, se le parte en dos su querido anillo de la suerte y luego pisa una mierda. Prrrfff, sonó. Y detrás salí yo a rematar: ¡Happy Birthday!

En el Campo de Santa Margarita se oía a la gente, a niños jugando, más campanas, ruidos de bolsas de chuches y Domingo. Pasamos por la Iglesia de San Pantalón, jeje, y por la calle había obras, que se hacen con presas para retener el agua. Que lo vea Gallardón.

Después de comer pasamos por Rialto, y encontramos al hombre-ruiditos, con un tambor por barriga, dos platillos en la espalda, tocando un acordeón y con cascabeles en la cabeza.

Día Tres. Domingo, 24 de Febrero, 2008.
Panetone.

Pasamos por última vez (este viaje) por la Plaza de San Marcos y la basílica estaba escondida detrás de una cortina de niebla blanca. Subimos al vaporetto a codazos para despedirnos de Venecia con un paseíto por el Gran Canal. Llegamos a la estación de autobuses de la Piazzale Roma de noche, hacía frío y había niebla.

Pero eso nunca fue impedimento para celebrar. Sacaron el panetone para los diez en una esquina; Mr. Lombera lo partió a dedo y lo repartió a ojo, mientras Mr. Keller abrió una botella y el tapón salió disparado. Nos reímos, y comimos, y quién diría que lo que bebíamos en los vasos de cartón del Burger King era champán, que también había recorrido lo suyo y había pasado dos noches enfriándose en la fresquera. Era una escena total para el que pasara, y saqué mi cuaderno. “¡Faltaba la Molinero!” dijo Mr. Keller. Y todos celebramos:

¡Feliz cumpleaños, Ana! Y,
¡Feliz día a todos, en Venecia!

martes, febrero 26, 2008

Crónicas de Venecia II

Día Dos. Sábado, 23 de Febrero, 2008.
San Marcos y el león de Venecia.

Salimos del hotel y nos envuelve un aire místico de leve niebla. Dos pasos y suenan las campanas. Comienza el día, y desayunamos jugo de naranja siciliana, zumo rojo como la sangre, bromean.

Entramos en la basílica de San Marcos, ese templo antiguo como Constantinopla. Los suelos son de mármol y las cúpulas están detalladas con mosaicos de pan de oro. En el altar mayor descansa San Marcos, traído a Venecia desde Alejandría, y detrás de él está la Pala de oro. Sus joyas seguro que superan el tesoro de Alí-Babá.

Desde arriba vemos a las palomas moverse en la plaza como ratas, que aceptamos porque tienen alas como los ángeles y el león de Venecia. Por cierto, tuve que interceder en un disputa matrimonial. Una mujer me paró en medio de la basílica, “Excuse me,” me dijo. “Eso es un ángel, ¿verdad?,” señaló a un ángel pintado en una columna. “Si,” le contesté. “Y eso, ¿Qué es?” Es el león de San Marcos, es un león, le dije. “¿Ves?” dijo girándose al marido, “¡Yo tenía razón!”

Luego caímos en la gracia o desgracia de la risa cuando vimos los confesionarios. Unos carteles revelaban los nombres de los frailes, y alguno titubearía entre confesarse con Memo o con Mongoulo.

Eran las XII del medio día cuando sonó el orologio en la Torre del Reloj, y el tiempo astrológico marcaba Piscis. Las estatuas de los moros amartillaban las campanas. Suena Venecia.

Día Dos. Sábado, 23 de Febrero, 2008.
Callejuelas.

Por debajo del Ponte del Remedio pasan las góndolas. Al fondo, el puente de los Suspiros. Y la antigua cárcel, ¡Ahí era!

En los canales, los ladrillos muestran distintos colores según el nivel de las aguas. Los rojizos se vuelven verdes y el musgo terciopelo. Una fachada de amarillo mostaza, farolas rojas y vallas de forja. Las ventanas adornadas con ojivas “medio gótico-venecianas, medio flamígeras,” me explica María Amalia. Las contraventanas azules, y el cruce de canales en el Ponte Pasqualigo e Avogadro.

Llegamos al Campo de Sta. María Formosa, una plaza amplia, con palacetes blancos teñidos de negro. Nos topamos con un mercadito de frutas, y por una callecilla estrecha vienen dos mercaderes empujando un carrito a dos ruedas. En un patiete detrás del Sotoportego e Corte del Paradiso hay unos pantalones tendidos boca abajo con los bolsillos vueltos.

La Calle de la Castagna. ¿Estará en casa la señora castañera? No sabemos, pero una señora sí hay. De repente se abrió una ventana en la planta baja de una casa, y se oyó la voz de una mujer, “Signorina…” Nosequé-nosequé, dice en italiano. “No capito niente,” contestó Marta. Y nos volvió a repetir lo mismo. Intuimos que lo que quería era salir de su casa. Le dimos un buen empujón a la puerta y se abrió, “Grazzie, grazzie!” dijo la señora.

Seguimos caminando y nos perdimos en el Campiello del Tagiapiera. Nos hicimos una foto y dimos media vuelta. Por encima de la pared de un patio asomaban unas florecillas amarillas, y llegamos al Ponte del Diavolo. Qué leyenda esconderá este trozo sobre el agua… De pronto pasaron tres gondoleros a pie. Un gondolero en tierra, ¡Cosa del diavolo!

Vimos también una boda; la novia llegaba en lancha a la iglesia. Y luego encontramos la Escuola Grande di San Marco, donde se veía un león alado jugando con la perspectiva de una fachada en mármoles blancos, granates, verdes y amarillos.

Al medio día paramos a comer un algo. Cichetti, que le dicen.

Día Dos. Sábado, 23 de Febrero, 2008.
La caída y el beso.

En el Ponte dei Miracoli una mujer con su trípode, su maletín y su pincel, pintaba la iglesia de Santa María. Pasa una góndola, y a través de los cristales de una casa sonaba una ópera. En el canal al final de la calle de la Malvasía pasó una barca con un ataúd. Detrás de ella, ¿disfrutaban unos turistas de un agradable paseo en góndola?

Subimos a la galería de arte Cá D’Oro, la casa de oro. Es que son un poco manchegos aquí. En mi pueblo se dice eso también, ve ca’ la Micaela, vete ca’Andrés. En fin, que desde el balcón de la galería nos asomamos al Gran Canal: el sol redondo, el agua verde, las casas de todos los demás colores. En la otra orilla se veía la lonja del mercado de pescadores, sujetada por columnas con figuras marinas.

Al pasar por su lado, unas señoras me miraron y dijeron algo de la “ragazza piccolina.” Mi amiga y yo nos reímos.

Por la Maddalena, estaban unos descargando mercancía de una lancha. Uno se llevó un caja pesada a la cabeza y empezó a tambalear. Se le cayó al canal, gritó “Porca miseria!” y se fue detrás de la caja. Chof. Mojado, intentándose agarrar a algo con las uñas, trató de recuperar la caja pero no la alcanzó. “Francesco!” gritó el amigo. Francesco intentó subirse a la lancha y no pudo. Fueron los otros dos a rescatarle y casi acaban igual que él.

Y yo aguantándome, porque dijo Mr. Keller que no nos podíamos reír. Al final le sacaron. Qué mal lo pasamos Francesco y yo. “Bueno,” dijo Mr. Keller entonces, “ahora saca Palomi el cuadernillo y ya está.”

Por la noche cenamos con vino blanco para celebrar el cumpleaños de Ana, que sería al día siguiente. Después de la comida, del tiramisú y los tres pares de dos patitos de regalo, hubo ronda de besos. Ana le dio el último beso de la ronda a su hermana, y cuando giró la cabeza para volver a su sitio, se encontró con la cara sonriente del camarero colocada esperando el suyo. Risas de todos y creo que nervios de Ana. Le dio el beso y quisimos repetición para la foto. El camarero encantado, nosotros divertidos y Ana deseando matarnos.

lunes, febrero 25, 2008

Crónicas de Venecia

Día Uno. Viernes, 22 de Febrero, 2008.
Embarque.

Íbamos cinco por Torpedero de mañanita camino a Venecia. Íbamos con prisas; cuatro con maletas tracatrá y yo con mi mochila-casa a cuestas. Tropezamos con el metro y nos metimos por los pelos. En la conexión no llegamos a tiempo, y tuvimos que esperar para coger el tren en dirección al aeropuerto. Al pasar las primeras terminales, nos bajamos en Barajas. Pero el pueblo, je. Y cuando llegamos arriba dijimos, andá, aquí no hay viones. Y Ana dice “Uy, pues yo le he dicho a una que era aquí.”

Ahora sí, con más prisas aun, traspellaos del tó, bajando al andén ya se estaba yendo el tren, pero debimos darle pena al conductor, o talvez pensó, “Otros que tal…” y abrió las puertas. Mr. Keller gritó, “¡Vamos!” Y en respuesta al grito de guerra salimos todos arreando con los bultos a cuestas, justo a tiempo, sin saber muy bien si íbamos en dirección correcta o si con las prisas iríamos pa’trás, de cabeza y sin frenos de vuelta a casa.

Fuimos bien. Llegamos a la T-4, y subidos en el ascensor coincidimos con la pobre a la que mi amiga había inducido a hacer la misma tontería que nosotros: bajarse en la estación equivocada. “No, no,” dijo con una sonrisa plastificada, “No pasa nada. Sólo habré perdido mi vuelo.” Puñalada. No pasa nada.

Ya estábamos en nuestro sitio. Pasamos los controles (el striptease en público y todo eso), y dijo Mr. Keller: “Ahora vamos a por los bocadillos.” Subimos a la sala VIP, nos hicimos con provisiones y nos fuimos.

Embarcamos. Y volamos.

Día Uno. Viernes, 22 de Febrero, 2008.
Arrivi.

Venezia, bella!

Subimos al motoscafo, el taxi de agua que nos llevó a la ciudad. De pronto empezaron a aparecer ante nuestros ojos los canales, las callecitas. Nos instalamos al lado de un soportal de nombre sonoro, Sotoportego e corte cantarina. Las paredes rasgadas de las casas descubrían ladrillos y el tiempo. Caminamos a la Plaza de San Marcos. Pasamos el umbral de un arco y sentimos la grandeza del espacio, los balcones arcados de las procuradurías, la luz. Rondan las palomas y al fondo nos enfrentamos con la basílica dorada. Más cerca ya, observamos sus paredes en puzzle de mármoles, traídos hace mucho desde distintos mares.

La Torre del Reloj, el Palacio Ducal, las farolas rojas y el embarcadero con las góndolas, enmarcadas por dos columnas; en una el gran león alado de Venecia, y en otra una figura que no es Don Quijote. Al costado de la basílica está la Piazzeta dei Leoni, y un cartel en la Calle de la Rizza muestra el camino “Alle poste e telégrafo.” En la Calle dei Seggrettari las paredes de la tiendas no respiran, repletas de máscaras colgadas.

Tomamos Venecia en pandilla. Al final del Campo de la Guerra, una placeta coqueta, veo una cabeza rodando: La calle acaba y pasa un canal, pasaba una barca y lo que parecía rodar era el barquero. Pasando por el Sotoportego Primo Lucatello me subo a unas escaleras, ¡Foto!, tipo dolce vita, dice Ana.

El puente Rialto. El sol naranja se refleja en el agua del Gran Canal. Góndolas, barcas, postes de pirulí a color. A ambos lados fachadas azules, amarillas, salmón. El sol, Venezia. Pasa un gondolero por debajo del arco que hace el Rialto: Magia.

Los Keller me sorprenden escribiendo en el cuadernillo. Se ríen. También de Ana, con sus fotos. “Dale a ésta una cámara, como a un tonto un boli.” Levanto mi boli y digo, “¡Yo soy la tonta!”

Realmente debe verse ridículo. Creo que en esto del turismo las fotos están más aceptadas que el cuadernillo.

Día Uno. Viernes, 22 de Febrero, 2008.
Nebbia.

Entrada la tarde cayó la niebla y Venecia cobró otro encanto, distinto al de antes. Misterio sobre los canales, historias inventándose en las sombras, luces de las barcas en el agua. Empieza el frío húmedo y el moquillo, metemos las manos en los bolsillos.

Esperábamos a la última pieza de nuestro rompecabezas. Esencial.

Mientras, cenamos pasta a la hora europea. Pasta y queso, pizza. Yo, mis gnocchi gorgonzola. Después, salimos de nuevo a la niebla que se nos pegaba al pelo. Pues capucha. Y andando.

Nos llamaron la atención una pareja de italianos, que intentaban dirigir a su hotel a unas turistas llegadas de algún lugar de Asia. No se entendían. Y las muchachas preguntaban en inglés por la antigua prisión. No sacaban en claro si se hospedaban en la antigua prisión, cerca de allí, ni cómo se llamaba la calle ni el hotel. Como una de mi pueblo, que llega a Albacete, se sube al autobús y le dice al conductor: “Oiga, ¿Sabe usted dónde vive mi Rosi?”

Al final les pudo indicar otra que pasaba por allí. Nosotros seguimos caminando hacia la estación en la Piazzale di Roma, y me tuve que reír al ver una señal de peatones que indicaba al bus acuático: Pedoni ai vaporetto.

Primero llegó Martita. Y luego la encontramos.
Si, si. Ocurrió así.

Ya todos juntos, caminamos de vuelta al hotel, rendidos de frío y callejeo. Y encantados de paliza de ver y ver y patear, con un poco más de vapuleo llegamos al hotel. Y hasta mañana, Venezia, bella.

lunes, febrero 18, 2008

Gentesinteli (Namber chú)

"Lo más importante de la cabeza es el pelo."

jueves, febrero 14, 2008

Gentesinteli

"Ay, callaros, que iba a poner algo inteligente y... se me ha ido."

martes, febrero 12, 2008

La misa del tío Gaudencio (fue un día de verano)

Mi tío Gaudencio nació en Mantiel antes de la guerra y, muchísimos años después de haber recorrido España siendo párroco de tantos pueblos, se fue a El Salvador de misionero, con sus ochenta y pocos o setenta y muchos a cuestas. Mantiel es un pueblo pequeño de la Alcarria, en Guadalajara. Había una vez un pantano que ya no es, sino que se ha quedado seco y el Tajo corre ahora por su cauce original. Tres años después de calores centroamericanos, proyectos encauzados, bendiciones a ladrones, nuevas jergas aprendidas, y con las cuatro mismas camisas con las que partió, un verano Gaudencio volvió a su cauce original de vacaciones, y cantó misa en la iglesia donde fue bautizado.

Gaudencio es una persona buena y querida por todos. Canturrea. Pero cada vez más torpe y olvidadizo; sus tics y gestos acentuados.

Quince personas acudieron a misa. A mi madre le encargó leer un pasaje y a mi otro. Vaya, bueno vale.

A las doce en punto salió mi tío de la eucaristía con pasitos cortos, sus anteojos y su calva. Le acompañaban dos monaguillos improvisados en el momento. Eran hermanos entre sí; El mayor iba serio y tendría diez años, muy metido en su papel. El otro era un chisgarabís con el pelo de punta, estaba mellado y su sonrisa le daba una pinta de pillo. Iba vestido con el traje de la selección española de fútbol -lo que se dice ir propiamente vestido de monaguillo-, con la camiseta metida por dentro y los pantalones cortos por encima de la cintura. Se reía.

Mi tío nos miró alegre, levantó los hombros tres veces, y empezó con el qué alegría cuando me dijeron. Mi padre y yo nos miramos de reojo y cantamos con los demás. Mi tío se movía despacio pero seguro. Dijo misa y llamó a mi madre, su sobrina, para que leyera la carta del apóstol y terminara con Palabra de Dios, como él nos había indicado.

En cuanto mi madre volvió al banco me tocó el turno. El mayor reto era no mirar a mi padre para no reírme, y aún así, de camino al altar me iba sujetando la sonrisilla. Busqué la página que había señalada y mantuve la cara seria mientras me acomodaba el micrófono. Ejem, ejem. Y empecé a leer: Segunda carta del apóstol San Pedro. Queridos hermanos... Esto me sonaba. Esto yo ya lo había escuchado. Este es mi hijo, el amado. Mi tío, despistado, había elegido el mismo pasaje para mi madre y para mi, aunque de diferentes libros. Fui consciente de que repetía lo mismo, y fui consciente de que todos se habían dado cuenta menos mi tío. ¿Y si me río? Me flaqueó un poco la voz, pero tosí en disimulo. Pensé en morderme el labio, pero entonces se notaría que dejaba de leer. Hice fuerzas para no desviar la mirada hacia el banco de mis padres y, a punto de estallar en risa ahogada, por fin terminé: Palabra de Dios.

Cantamos el Osana en el cielo y una vez acabada la lectura del Evangelio, el tío Gaudencio procedió a preparar la comunión. Mi tío nos miraba sonriente mientras levantaba los hombros sin parar. Los monaguillos gozaron de su protagonismo trayendo al altar los cachivaches sagrados que el sacerdote les pedía, y el cáliz vio pasar la vida ante sus ojos con el tropezón del chisgarabís. Éste dejó la copa en el mármol rápidamente y se fue a un lado a reírse, pero mi tío no se enteraba de lo que ocurría porque estaba muy concentrado con el tomad y comed todos de él. Luego quiso coger la Hostia y no la encontró. Levantó uno a uno los paños que cubrían el altar, pero haciendo como si no faltara nada. El mayor de los hermanos se dio cuenta y nos libró a todos de un apuro recogiendo la bandejita del suelo. Entonces el tío Gaudencio alzó la Hostia y susurró al buen monaguillo que tocara la campanita. Ti-lín. Mi tío seguía con los brazos alzados y miró de reojo al pequeño y le dijo entre dientes que la tocara más, “Tócala, tócala.” Pero todos nos enteramos porque el micrófono estaba encendido. Ti-lín, tintintin, ti-lín. Y hubo una carcajada general encubierta de toses y otras disculpas.

En las oraciones me tocó leer otra vez, pero esta vez a traición, porque no había sido avisada. Oramos por los pobres y por los ricos, por los que faltan y los aquí presentes. El Señor nos oyó, y seguramente, también se dio cuenta del desbarajuste que había en la iglesia. Luego llegó el momento de darse la paz y mi tío se acercó a nuestro banco para darnos un beso. Entonó la melodía de La paz esté con nosotros, que con nosotros siempre siempre siempre esté la paz demasiado alta y todos empezamos a cantar, pero según avanzaba la canción era imposible seguir. Mis padres y yo nos quedamos cantando solos, hasta que la última estrofa se quebró con risa silenciosa pero incontrolable. Finalmente el tío Gaudencio regresó al altar, todos levantamos el corazón hacia el Señor y nos fuimos en paz.