lunes, abril 23, 2007

El día que llegué al tacón de la bota

Aterricé en Memphis, Tennessee, de noche y el Rey sonreía en una perfecta creciente lunar. Ya estaba en el sur de los grandes músicos americanos, en los estados perdedores de la Confederación, de los antiguos esclavos y campos de cultivo, de las personas que guardan una pistola en la mesita de noche, la tierra de la salsa barbacoa, del acento profundo. Ni libros, ni películas ni historias contadas me habían podido hacer entender completamente lo que tres días allí demostrarían sin duda: el sur es un mundo aparte.

Me recogieron en el aeropuerto la Sra. Beaton, madre de mi amigo Ron, y su prima Nancy. Al vernos, sin conocernos de antes, la Sra. Beaton y yo supimos quiénes éramos porque las dos nos buscábamos la una a la otra. Ron llegaría más tarde, y de camino a la casa paramos las tres a cenar en Cracker Barrel, un restaurante de comida sureña, con mecedoras en el porche y banderas estadounidenses colgadas en cada columna.

Mrs. Beaton tiene unos sesenta, tiene el pelo corto y rizado, teñido de rubio. Usa gafas, y no es mucho más alta que yo. Es dicharachera y nerviosa; todo tiene que estar perfecto. La prima está casada con un ranchero, propietario de cientos de caballos. Veintidós yeguas están a punto de dar a luz. Me ayudó a descifrar el menú, y explicó ligeramente en qué consistía cada plato.

Me sugirieron un filete de carne y patatas fritas, por si acaso no me gustaba algo y me quedaba con hambre. Quita, quita, que hay que probar; Comí hígados de pollo rebozados, espinacas con vinagre y sal, una cacerola de patatas hashbrown y pan de maíz con mantequilla.

Después de la comilona montamos las tres al coche y enfilamos la carretera recta y oscura hacia Kennett, Missouri, donde vive mi amigo. Ir allí suponía lo mismo que en España es –para un forastero- ir a mi pueblo, Bienservida (Albacete). Había oído hablar tanto de Kennett, “el trocito de Missouri que se sale hacia Arkansas”, “el tacón de la bota de Missouri”; me había imaginado a la gente y los alrededores tantas veces, me sabía tan bien las historias y recordaba tan claras las anécdotas, que cuando llegué fue como si ya lo conociera.

Aparcamos en el pavimento detrás de la casa, donde había una canasta de baloncesto clavada al piso. En la misma casa había tres coches, uno para cada habitante, pues las piernas en el medio de América sólo se utilizan en interiores. Entramos y conocí a Laura, hermana de Ron. En el salón estaba el Juez John Beaton, un hombre alto, de manos enormes y pelo gris, sentado en un sillón leyendo el periódico, con los pies encima de una reposadera, y con las gafas enganchadas en la punta de la nariz. Al verme se levantó enseguida a darme la bienvenida con una sonrisa. Al estrechar mi mano desapareció de repente bajo sus palmas gigantes.

Enseguida llegó Ron, que volvía de una clase nocturna en la universidad, conduciendo desde otro estado. Me senté con él a la mesa mientras cenaba, pero yo no pude tomar más que mi vasito de leche. Aún tenía los hígados atascados. Nos pusimos al tanto de las últimas novedades de nuestros amigos en Nueva York, y planeamos los días siguientes en el sur de Estados Unidos. Empecé a tararear una canción de Elvis y la tuvimos metida en la cabeza el resto del viaje.

Ya era media noche y cogimos el coche para ir a los grandes almacenes Wal Mart. Un jueves por la noche en un pueblo de Missouri no hay nada más abierto. Alquilamos una peli de tontos que se caen y se dan trompicones y nos reímos hasta que nos entró el sueño.

Dormí en el cuarto de invitados, en una cama que me llegaba por el hombro. Me puse el pijama, cogí impulso y salté encima del colchón. Dormí sin ruidos de ciudad y rodeada por campos de algodón.


1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Tu atrevimiento raya con la osadía más supina...pase que viajes al sur, pase que sea al sur medio y profundo, pase que...pero que cenes hígados empanados...o whatever hígados sean, NO TE PASES. Todo tiene un límite. MM.

4/24/2007  

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