miércoles, abril 25, 2007

El día que me tiraron pan caliente y conocí a Richard Peck

El domingo fuimos a misa en la Primera Iglesia Metodista Unida, y a media mañana cogimos el coche nuevamente, en dirección al norte. Por la carretera vimos un mapache y dos armadillos muertos en el arcén. A mitad de camino paramos en una gasolinera, que estaba infestada de motocicletas Harley Davidson relucientes. Sus dueños vestían camisas lisas y pantalones vaqueros, y chaquetas de cuero bordadas con banderas de Estados Unidos o águilas. Una rubia se quitó el pañuelo que llevaba atado a la cabeza y descubrió una sesentona que se peinaba y repeinaba los pelajos a pesar del viento.

En Cape Girardeau —el único cabo interior del país— nos esperaban amigos de Ron para ver un musical donde una de las amigas tocaba la trompeta en la orquesta. Después nos fuimos en comandita a pasar la tarde en la orilla del río.

Cuando se hizo de noche nos despedimos de la panda y sólo Chase pudo venir a cenar con nosotros. Fuimos a Lambert’s, donde pedí un filete de pollo a la barbacoa (para variar del cerdo). El sistema era especial: Una vez teníamos nuestros platos servidos, los camareros pasaban por las mesas con cacerolas gigantes ofreciendo diferentes acompañantes, séase patata asada, okra frita o habichuelas coloradas. Si querías pan, no tenías más que levantar el brazo y gritar “¡Pan caliente!” Entonces un muchacho sacaba la cabeza por la puerta de la cocina y te lanzaba un trozo.

Al llegar a Kennett esa noche, fuimos a ver a los Mobleys, vecinos de Ron. El doctor Mobley estaba sentado en una mecedora cuando llegamos, y acababa de volver de Oklahoma, de ver un concurso de vaqueros (cowboys) artísticos venidos de todo el mundo.

Los Mobleys eran los padres de amigos de Ron, y en esa casa habían jugado hasta el cansancio de pequeños. Cuando vi la casa, yo hubiera hecho lo mismo. En el pasillo había una puertecita con una manivela diminuta. Me explicó que ahí vivían los elfos, porque cuando se acerca en Navidad, Santa Claus traslada su taller al ático de la casa. En el sótano, Ron me dijo que buscara la puerta escondida. Busqué un mínimo desperfecto en la pared, y toqué por ahí. Levantando un ladrillo se descubría el pomo de una puerta. Al otro lado de la pared, había un cuarto secreto.

También pasamos a ver a Richard Peck, el padre de Chase. Ron imaginó que me gustaría conocerlo, y resultó ser todo un personaje. Tras la puerta de rejilla, había colgada en la entrada una bandera de la Confederación, el bando perdedor de la Guerra Civil cuando los estados de sur quisieron separarse de la Unión. Me quedé boquiabierta y Ron me dijo, “pues espera y verás.”

Entramos al salón y en el sofá estaba la Sra. Peck, que pensó que yo era “la cosa más dulce que había visto jamás.” Del sillón se levantó Mr. Peck, un hombre mayor y bajito, con el pelo blanco y una sonrisa sincera, que me dio la bienvenida y me señaló expectante la mesita en el centro de la habitación. Allí tenía colocadas unas cuantas armas de fuego, parte de su colección. Me llevé las manos a la cabeza, y dio una risotada. “Esto en tu país es un no-no, ¿verdad?” Me dio dos pistolas, y me preguntó, “¿Pero a que se siente bien teniéndolas en la mano?” Miré a Ron y nos reímos. Me encogí de hombros y dije “Bueno…”

Me dijo que me iba a enseñar más cosas. Me colocó un casco verde con la bandera de la Confederación en la cabeza, en una mano me puso una pistola y en la otra una granada. Ron cogió uno de los rifles y pusimos caras, mientras Richard Peck nos hacía fotos. Me ragaló una pegatina con la bandera sureña que pone "Rebelde," y que no me atreveré a enseñar en Nueva York ni en ningún otro lugar donde se conozca su significado.

Este país y sus armas; Mi amor por Estados Unidos es como el amor de una madre hacia un hijo difícil. Te peleas, no estás de acuerdo, sufres por él porque hace lo que no debe, a veces parece que actúa con mala idea o es tan tonto que no se da cuenta del daño que hace. A veces es mal hijo. Y aún así, la madre no deja nunca de quererlo.

Nos sentamos y estuvimos hablando un buen rato. Lo más increíble era pensar que ese hombre bueno, simple, sentado a mi lado, que me recibe cariñosa en su casa es gente normal, y que también (no sin embargo), tiene un revolver al lado del vaso de agua en la mesita de noche. Para él es natural. Simplemente… es natural.