martes, junio 22, 2010

Puelto Jico, segunda palte: Cabo Joho

Me dispongo a retomar el comentario que quedó a medias tras la frenética vuelta de vacaciones, pero espero con él recompensaos rompiendo el tópico de que segundas partes nunca fueron buenas.

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Aquél domingo por la noche llegamos a Cabo Rojo, pronunciado localmente según se lee en el título de esta crónica. Guillo y yo seguíamos con nuestra competición gastronómica para encontrar el mejor chillo frito (yo), y él la ensalada de pulpo más sublime de toda la isla. Fuimos a cenar a Tino’s, pedimos nuestros platos acompañados de un vino blanco (de lo mejorcito que tenían) que tuve que pedir al camarero que metiese en el congelador mientras inventábamos un aperitivo, y le expliqué cómo y en qué momento debía descorchar la botella. Entre risas y celebraciones, cerramos el local. O más bien, nos lo cerraron.

Pero ni cortos ni mucho menos perezosos, nos fuimos al Casino & Resort de Mayagüez con los abuelos- porque en esta vida hay que hacer de todo. Además, si no, no lo podría contar como historia cierta. Y la experiencia bien vale que se recuerde.

Al llegar, ellos se fueron derechos a la sala de máquinas, mientras nosotros nos dimos un paseo por los pasillos elegantes del casino occidental de Puerto Rico, hasta que “fítetú” fuimos a meter el moco en un salón de baile, más bien un bar con mesitas redondas para dos, con manteles rojos y velitas, que rodeaban una pista de baile coronada por un pianista/mezclador de boleros y son, ataviado con su mejor traje, corbata, y una calva muy repeiná.

¡El grado de moqueo no podía ser mayor! Allí que nos fuimos, nos sentamos en una mesita con vistas a la pista de baile, pedimos unas cervezas y, de pronto, así a contraluz, vimos un tupé moviéndose a ritmo de merengue. Muy, muy respetuosamente y agradecidos por las risas inesperadas que nos brindó, le bautizamos Elvis Crespley*.

Según observó en un momento que, casualmente coincidió con la segunda cerveza que tomábamos, Guillo se percató de que éramos los bebés de la sala, y que estábamos “rodeados de cabecitas de algodón”.

Mientras otros habrían salido pitando ante tal descubrimiento, nos lanzamos a la pista, acaparando las miradas de las 5 parejitas, que quedaron maravilladas con nuestra destreza bailarina para la cumbia, moviendo la cabeza de lado a lado, el tiquitíngui tiquitíngui –pasete, pasete, pie pá’rriba- de la bachata, variaciones musicales intercambiadas con mi adorado merengue, la divertida plena y mis clases improvisadas de salsa por el experto en esquivar mis pisotones.

Pensé entonces que había que animar un poco el ambiente, así que llamamos a los abuelos para que bailaran un rato con nosotros. Yo, con toda mi buena intención, no sabía que la invitación se convertiría en arma de doble filo.

La abuela, que conocía a todo el personal el casino, comentó “casualmente” que yo era española e insistió en que tocaran un pasodoble. Para más señas, tocaron el de La española cuando besa es que besa de verdad. La lógica me decía que algo tendría que ver con pasos en pares… -Papá, no nos dio tiempo a que me enseñaras a bailarlo, pero no veas qué bien me lo inventé, todo a pasitos dobles-. Guillo decía, ¿seguro que es así? Si, si, tú déjate llevar, le contestaba yo convencida. Aunque lo de las vueltas se complicaba un poco más, los pasos dobles los hicimos muy bien, y mucho mejor a los ojos de los viejitos salseros.

Y así, habiendo quedado plenamente satisfecho nuestro público, fue la abuela a contarle al pianista que su nieto, bendito mira qué lindo, vivía en Buenos Aires, y antes de sentarnos empezó a sonar un bandoneón siendo todavía nosotros los únicos en la pista. No veas… Qué tango, qué tango nos marcamos sin tener ni idea: Para aquí, vuelta, para allá, vuelta, tchán tchán tchán, déjate caer ahora, entrecruza las piernas, ay cuidao que me das ahí, calla, disimula-disimula y sonríe mientras los abuelos aplauden, tchán tchán tchán, pierna p’arriba, vuelta, deslice, una vuelta más y… ya veis, todo un éxito. O como se quiera interpretar. No sé si por darnos un respiro al gran dúo, o por darse uno ellos, enseguida volvieron a la bachata.

*Mezcla de Elvis Presley y Elvis Crespo

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El lunes por la mañana dimos un paseíto por el pueblo, y en el kiosco de la plaza Guillo compró Claridad, el periódico declaradamente independentista, acción ante la cual la abuela, por su parte, declaró a su nieto Pendejo.

Almorzamos arroz con bistec encebollado y por la tarde hicimos “pal de hestioneh”. Fuimos a ver a los primos un ratito, y después nos fuimos nosotros dos a cenar a Tony’s (No Tino’s), pero también en Joyudas, al lado del otro restaurante. Pedimos chillo y pulpo, por supuesto. Esa noche en la casa se debatió sobre si se debería encender el aire acondicionado o no, pues yo tenía frío mientras los demás no. Fue entonces cuando el abuelo, sentenció sabiamente la razón de mi destemplanza y advirtió a su nieto: “Acuérdate que tú comiste pulpo y ella no.”

Claro, pendejo.

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El martes salimos para Cidra, y rompimos la racha de pescado y marisco por una buenísima razón: Un chuletón en Lucio’s.

En casa recogimos provisiones y ropa para los próximos días de vuelta en CR, y dejamos la mercancía enviada por la abuela: almojábanas; una fritura de harina amasada con vainilla (a lo mejor acabo de decir una barbaridad, pero no recuerdo muy bien en qué más consistía la mezcla que me enseñó la abuela). Y antes de volver pasamos a ver a los vecinos Don Luís y Doña Haydeé, que además de ser encantadores y muy acogedores nos hicieron varias preguntas pertinentes y otras no tanto, como que para cuándo la boda.

Salimos pitando para Cabo Rojo, y casi llegando sugerí parar en un supermercado para no quedarme “consentía” con la experiencia del vino aquél. Elegí un Albariño, y pillé una lata de mejillones y otra de aceitunas. (Tanto arroz, tanto arroz ya…) Antes de salir se me encendió la lucecita, y llamamos a casa de los abuelos para preguntar si había sacacorchos, a lo que contestaron que por supuesto.

Llegamos y, tras recibir las bendiciones de la abuela, metí la botella en la nevera mientras cenamos en la barra de la cocina pechuga de pollo con ensalada y arroz (¿qué os decía yo?) A nuestro lado la abuela cortaba hojas de palma (palmera) para hacer empanadas.

Una vez terminada la cena (alcé la copa y dije—no, no se vaya a molestar nadie). Pero es que como acabamos de cenar a media tarde, mucho antes de la hora del aperitivo, pues me dirigí a la nevera a por la botella fresquita y pedimos al abuelo el sacacorchos. Para nuestro atónito atontamiento sacó de un cajón un tornillo con un cacho de madera pegao a modo de mango del artefacto.

Tras no poder reprimir las risas, que contagiamos a la abuela y, finalmente, también al abuelo, Guillo atornilló como pudo el trozo de hierro en el corcho y con “muncho cuidiao”, que dirían en mi pueblo, conseguimos descorchar la botella.

Antes de servir las copas, Guillermo le preguntó a don Orlando:

- Abuelo, ¿Quieres vino?
- Negativo.

Nos tomamos así el aperitivo post-cena acompañando a doña Carmen, y allí de conversación se nos iba calentando el vino a velocidad insospechada, mientras observábamos cómo la abuela envolvía la pasta de yuca, la carne y las pasas en las hojas de palma.

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Al día siguiente salimos los cuatro en busca de un lugar para comer (almorzar) en la Parguera, pero siendo de día y de diario, tuvimos que buscar restaurantes abiertos más allá. Tampoco. Pero como suele pasar en estos casos, nuestros consecutivos fracasos nos iban convenciendo cada vez más de que un lugar mejor del que buscábamos iba a cruzarse en nuestro camino. Y así fue: Cuesta Blanca, en Boquerón.

Allí pude seleccionar de entre decenas de chillos frescos que veíamos descargar a los pescadores y meter en una nevera llena de hielos. El camarero me abrió la tapa, y elegí el más rosita, con los ojos más grandes. Entonces lo pesó, y ese fue el precio de mi comida, con amarillos y tostones de acompañamiento. Los demás pidieron otros pescados rebozados y, como no podía faltar, una ensalada de pulpo para Guillo para continuar el experimento.

Descuarticé el pescado, le arranqué los ojos y me los comí (sin acritud, ¿eh?), y rechupeteé las espinas como digna hija de mi “páere”. Cuando el camarero vino a recoger mi plato el abuelo le preguntó:

- ¿Supo comer el pescado la nena?
- ¡Chaaaacho!, fue su respuesta acompañada de un levantamiento de cejas que le llegó al cogote.

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El miércoles desayunamos tranquilamente, el "Guayabaman Special", batido de guayaba de Guillo y un emparedado de jamón (de york, por supuesto) y queso (americano, por supuesto). Nos fuimos los dos a dar una vuelta por la plaza del mercado, zigzagueando, de camino, entre las casas de madera azules, rosas, blancas, amarillas, unas más nuevas y otras más descascarilladas, con rejas blancas y porches con mecedoras con tapicerías de flores. En algunos porches se sentaba la doña a tejer y por las ventanas con tormenteras asomaban algunos “dones” con sus camisitas interiores de tirantes, blancas, sin quitar ojo a la pareja de “gringos de seguro” que paseaba divertida frente a ellos.

Subimos a la guagua y paramos a comprar una neverita con “selvesas” con destino a uno de nuestro rincones preferidos de Cabo Rojo, Playa Sucia. Según avanzábamos esquivando los baches de tierra dejábamos atrás los mangles y las aguas rojizas que dan nombre al pueblo, para descubrir tan emocionados como siempre el faro coronando el acantilado y la misma explosión de azules que nos sorprendía en cada visita.

Caminamos con nuestros bártulos, saludando de paso a un guiri muy emocionado con su cometa y nos hizo una foto que pareció hacerle más ilusión a él que a nosotros, que nos empezábamos a achicharrar mientras nos indicaba el lugar perfecto para el encuadre. Pero sonrientes y agradecidos de que disfrutara de este lugar tan especial, seguimos la curvatura de la entrada del mar hasta encontrar sombra bajo un arbusto de uva playera. Instalamos nuestro campamento, y nos dimos un paseo por toda la herradura de arena, nos refrescamos con unas cervecitas en la sombra y cuando nos fuimos a bañar, llegaron los primos Elena y Orlandito, que se unieron a la conversación inundada de aguas cristalinas.

Por la tarde nos fuimos a duchar y a arreglarnos para cenar en Vista Bahía, un restaurante cuya terraza está suspendida sobre el agua que rodean los peces esperando las espinas de mi chillo, entre otros desperdicios, que desapareció en menos de un segundo. Allí cenamos con Elena, Oralndito y con Warnito, otro primo de Guillermo a quien había conocido en Santiago de Compostela, donde él estuvo unos meses de intercambio. Y así, intercambiamos unas cuantas risas, y seguimos para casa de los primos, donde di una clase magistral sobre esa cosa tan extraña que es la monarquía constitucional.

Luego Guillermo y yo nos fuimos otra vez al casino, pues prometimos a la abuela pasar a ver la convención de Octavitas (celebración que dura unos días después de las navidades). Debió de ser que les gustó de verdad –o tenían ganas de reírse- porque nada más llegar nos pusieron otro pasodoble, que pronto enmendamos con un merenguito. Al rato acompañamos a los abuelos a la sala de máquinas, donde la abuela nos quiso invitar a un cóctel o a una copa. Fue entonces cuando nos acercamos a la barra detrás de ella y se giró para preguntarme muy seria:

- ¿Qué prefieres una cerveza o un orgasmo?

Lista de mi, intuí que sería el nombre de un cóctel, pero pedí una cerveza.

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El jueves por la mañana Guillermo y yo sufrimos una tórrida caminata bajo el sol hasta el Museo de los Próceres de Cabo Rojo. Es un museo humilde pero muy curioso. Además nos hicimos amigos del director y nos abrió la sala de Betances, otra exhibición ya cerrada de España, y nos dio un tour por el anfiteatro. Nos regaló unos afiches de la próxima exposición de sastrería, que consistiría en una visión de la historia a través de los trajes. Y es que la Sastrería Gobernador de Cabo Rojo es una de las más prestigiosas del mundo mundial. Allí se hacen actualmente los trajes de la guardia británica, han vestido a Carlos de Inglaterra –aunque yo esto no lo iría diciendo muy alto por ahí-, a las fuerzas armadas de Estados Unidos y a la policía de Puerto Rico.

A la vuelta recogimos a los abuelos y, nos fuimos a comer a La Parguera. Mientras comíamos la abuela me preguntó:

- ¿Cómo se dice Paloma en francés?
- Colombe, le contesté, a lo que ella debió entender:
- ¿Culón?... entre mi cara desfigurada y su cavila, procedió a preguntar además:
- ¿Y coño?

Por la tarde nos fuimos a la gallera, cuyos adentros nos enseñaron con todo lujo: donde “casan” a los gallos (las parejas que van a pelear), cómo discuten los dueños y cómo se ponen de acuerdo según el peso de cada animal, vimos cómo les ponen las espuelas, los curan si sirven para otra pelea o los desechan a la basura tras ser heridos de muerte.

Un viejito sonriente y yo nos hicimos amigos. Su gallo era el más pequeño y estaba asustado. El gallo. Y él. Al salir con su ave preparado bajo el brazo me pidió suerte con su sonrisa mellada. El gallito empezó perdiendo malamente, pero enseguida se repuso y finalmente ganó. Entonces el viejito, en las gradas al otro lado del redondel levantó las manos y nos sonreímos triunfantes.

Lo más importante de todo esto fue que la apuesta que hice la gané: $5 a Guillermo. Oh, yeah!

En realidad lo más significante fue ver que la abuela de Guillo y yo éramos las únicas mujeres en el establecimiento. Este es el tipo de tonterías enquistadas generacionales que me molestan, así que cogí a Guillermo de la mano y nos levantamos de nuestras butacas, seguidos de todos los pares de ojos, y nos plantamos en la primera fila como si tal cosa.

Ya está bien de tanto gallito, nunca mejor dicho.

De vuelta en la guagua de camino a casa, el abuelo iba soñando con las empanadas que la abuela tenía de cena. Por acelerar un poco, Guillermo intentó adelantar, pero la abuela nos dijo: “No hay prisa, que Cristo nos proteja y nos cubra con su manto para que lleguemos bien con el favor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Antes de que yo pudiese reaccionar, añadió, “estamos los cuatro juntos, y en casa no nos espera nadie más que Cristo,” a lo que el abuelo rápidamente contestó: “Cristo y las empanadas.”

Entonces ya sí, Guillermo y yo os miramos de reojo y no pudimos contener las carcajadas, que nuevamente contagiamos a los de atrás.

Al llegar, pasamos por la heladería, pero enseguida fuimos a dejar al abuelo en casa con sus empanadas. Guillo y yo nos fuimos para la plaza del pueblo, a probar un bar nuevo con terracita (muy poco común por esos lares, así que nos llamó la atención). Allí, en vez de ver a la gente pasear veíamos a los coches tuneados dar vueltas alrededor de la plaza antes de irse de fiesta a Boquerón. El local se llamaba Salvatore y ponía Bar de Vinos. Más bien creo que fue eso lo que me llamó la atención. Nos sentamos en la calzada con vistas a la plaza, y pedí la carta de vinos. Tenían tres: el wachupei, el flunchigüí, y un tinto español, según el camarero, que se llamaba Protocolo. Así de malo era que aún me acuerdo del nombre.

Pero se estaba tan bien, con la brisita nocturna que es un tesoro en Cabo Rojo, con la plaza iluminada y ambientillo.

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El viernes mientras desayunábamos el abuelo puso un disco, y creo que me se quedó el cacho fruta pegao al diente cuando oí sonar de pronto las trompetas taurinas de España Cañí. La abuela empezó a simular que tocaba castañuelas y, entre risas, así de fácil trajimos a mi España a la cocina de aquella casita de un pueblecito costero del Caribe.

Nos despedimos de la tierna pareja y salimos para Ponce. Comimos en Boquemar, asignatura pendiente desde mi anterior visita, pues nos encantó el lugar, también con la terraza anclada a los mangles y suspendida sobre el agua. El reflejo del sol en el mar iluminaba nuestras sonrisas al ver llegar nuestra última cata de chillo y pulpo. Terminada la comida, elegimos a los ganadores: En la categoría de chillo, Cuesta Blanca había sido el ganador, arrebatando el puesto del año anterior a éste restaurante precisamente; Para el experto en ensalada de pulpo, el premio decididamente lo mereció Tino’s.

Tras la sobremesa nos acercamos a casa de Luis y Mayra, excelentes conversadores y buenos conocedores de España. Por la noche llegamos casa de titi Susan, en Bayamón. Cenamos con la familia Laforêt una carne a la barbacoa y les enseñamos a jugar a la carta corrida, juego de gran afición en las reuniones de los Molinero, lo que propició unas cuantas risas y un buen rato.

Luego Guillermo y yo nos despedimos y nos escapamos al Viejo San Juan. En el bar Señor Frog’s frente al puerto, un animador se encargaba de hacer bailar a los guiris alumbrados recién desembarcados de un crucero.

Entre otras causas para reír, nos encontramos un dólar, y Guillermo me tiró la cerveza encima.

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El sábado por la mañana hice la maleta en un momento y enfilamos para San Juan, derechos para desayunar en La Bombonera. Paseamos frente al Morro de San Felipe, su explanada y su muralla abrazada por el mar. Callejeamos un rato hasta el restaurante Raíces, donde nos esperaban los papás de Guillo para almorzar una sopa de plátano, chicharrones y papa majada, y para brindar con la última Medalla del viaje.



lunes, junio 07, 2010

Primavera

Todos los pétalos de una margarita
Dicen Me quiere Me quiere Me quiere
Y no soy yo de emocionarme con una flor,
Pero sí con un tal Flores…

La flor de Maga, nacional de tu querer,
Maga es, pues allí me hará volver
Y verás, con un poco de imaginación,
Sus pétalos tienen forma de corazón.

Ríe que si Saltimbanquipeke, que si pata caliente,
¡Ah, se siente!
En vez de soñar
Prefiero viajar.

Oye, cómo de lejos estamos
Que se te cae el otoño encima
Y a mi me llega la primavera.

Habrá que buscar un clima,
… el que sigue a éste la espera,
Para reencontrarnos
Y estar juntos al menos una semana entera.

Qué bonicos, qué tontitos
Que con tan poco nos conformamos.
Qué mágicos,
Que hasta el tiempo transformamos.

No sabes las ganas que tengo de reírme contigo,
A tu lado, un pequeño detalle.
Y para eso
En vez de soñar
Prefiero viajar;
Saltimbanquipeke prefiere, prefiere, prefiere…
Porque todos los pétalos de una margarita
Dicen Me quiere Me quiere Me quiere.

No me hablas cuando te escucho

En ese pueblo vimos una profesión.
(Mirada de reojo)
Eh… procesión.


Esta montaña se llama La Cabezuela.
¿… La Cabezona?


(De Starbucks)
Que si quieres ir a Star Wars.


¿Quieres más?
Por mi no.
¿Pepino?


Era de Cenicienta en el País de las Maravillas.
¿De quién?
De Cenicienta en el País de las Maravillas.
¿De quien?
De Cenicient- qué idiota.


Aquí todo el mundo se cree el centro del culo.


(De gangsters)
Una típica peli de hamsters.


Fue gol de Cristóbal Ronaldo.


(De la Fórmula 1):
¿Cómo ha quedado Alfonso?


Este libro es un poco incómodo, ¿no? ¿No lo hay en versión libro?


Yo he pedido un poleo. Pero ella no toma té.
¿Que yo no tomate? ¿Que yo no tomate??


¿Te has dado cuenta de que “champion” es casi como champiñón!?


¡No te hagas el remolino! Digo, remolón.


Hemos visto dromedarios milenarios.
¿Ah, si?
(Dragos)


Tú tranquila, no te estreches.


Estaba en el retrovisor.
¿Eh?
El… mostrador.


Comimos unos sándwiches con muchas especies.
¿Había anfibios?


Es que no me hablas cuando te escucho.