martes, febrero 27, 2007

La casualidad

Estaba terminando de almorzar en la barra cuando se me quedó mirando el que pasaba con la gorra. Él levantó las cejas, yo dejé caer mi mandíbula y, mudos, nos señalamos frenéticamente con el dedo mutuamente, abriendo los ojos cada vez más. Por fin sacamos la voz.
-“¿Qué haces aquí?” Preguntamos los dos a la vez.
- “¡No! ¿Qué haces aquí?” Volvimos a repetir al mismo tiempo.
Riendo, dejamos pasar un par de segundos.
-“Yo vivo aquí,” Dije finalmente.

Hacia tres años que no veía ni sabia nada de Greg, un compañero de clase en Lima. Ahora estudiaba en Nova Scotia, Canadá, y había bajado a Nueva York a ver a un amigo.

Me encontré con la casualidad, con Greg y con su gorra (la misma de hace tres años). Fue tal la casualidad del encuentro, que mientras yo comía él había entrado allí “porque tenia que mear.” Y fue por eso que se sentó conmigo, comí otra vez mientras nos contábamos nuestras vidas y nos alegramos de vernos.

Al despedirnos nos dimos un abrazo, nos deseamos una vida bonita y prometimos no mantenernos en contacto.

lunes, febrero 26, 2007

Media hora en La Ciudad

Un hombre entra al restaurante y escoge mesa. Abre la botella de ketchup, mete una pajita y empieza a sorber.

Un hombre toca percusión en la esquina para ganarse unos dólares. Al lado un corro de policías anima a otro del uniforme, con su placa y su gorra, que hace movimientos extraños con las caderas.

Un hombre entra al vagón con abrigo y chanclas, con calcetines y gafas de sol. En una oreja lleva colgado un casco de plástico de obrero y en la mano una fregona.

sábado, febrero 24, 2007

Noche de Broadway

Que pase el día tranquilo, sin prisa ni nervios, que la noche llegará. Es un sábado cualquiera en Nueva York, y cuando se esconde el sol despiertan los actores, se oscurece el cielo y brillan las luces, se cierran las librerías y se abren las taquillas. Corre el tiempo como diablo, pero Times Square sigue en su sitio. Y esta noche es noche de Broadway; la emoción de las bombillas en las venas, los ojos abiertos al color, los oídos atentos a la música. Que empiece la función.

viernes, febrero 23, 2007

La leche

Llegué a casa hambrienta a las doce y algo de la noche, derecha a por mi bowl y mi cuchara. Planté la caja de cereales en la mesa y me dirigí a la cocina, abrí el frigorífico y saqué la leche. Por fin, mi biberón. Destapé la botella de plástico y la incliné para descubrir que no caía ni gota. ¿Como? Pero pesa, y estoy viendo la leche ahí dentro. ¿Como no cae? Sacudí la botella un par de veces, como para quitarle la tontería de encima y que me diera mi leche de una vez. Entonces vi que estaba congelada.

La salita empezó a dar vueltas a mi alrededor. Se me arrugó la frente. No tengo más comida. ¡Me quedo sin cenar! O lo que es peor, ¡sin leche!

Si, hombre.

Me levanté y abrí de nuevo el frigorífico. Busqué la ruedita. “9, frío máximo.” Quien habrá sido el gracioso. Esto de compartir nevera tiene sus más y sus menos; los menos siendo que la semana pasada una amiga abrió la puerta y casi se desmayó. “Huele a una muerte” dijo, sin dominar el idioma completamente. Olía a muerto, pero congelar mi leche… esta vez habían ido demasiado lejos.

Volví a por la leche y caminé con paso firme por el pasillo hasta llegar a mi cuarto. Cerré la puerta, desenrollé los cables y enchufé el secador. Y ahí estaba: con el secador en una mano, apuntando a la botellita de plástico de medio galón de leche semi en la otra. Estuve callada, concentrada y a lo mío unos minutos. De pronto me vi en el espejo, y me imaginé lo que me dirían algunas personas si me vieran en ese momento. Es más, me lo dije yo a mi misma y me empecé a reír.

Apagué el aparato y me fui a la salita con un poquito de leche descongelada, lo suficiente para la cena. Eché los cereales al bowl, y la leche a los cereales. Mmm… qué rico. Ni siquiera me importó que se me calaran las palas.


miércoles, febrero 21, 2007

Cenizas

Tenia tiempo libre y ya que era Miércoles de Ceniza, me fui a dar una vuelta. Cualquier excusa es buena, y con las mismas me hubiese dado un garbeo por ser Lunes, porque hiciera sol, o porque tuviera que comprar chinchetas. Pero hoy era Miércoles de Ceniza. Calculé que estaba en la Avenida Lexington y ya que estaba al lado de Park Avenue, solo tenia que cruzar Madison y ya estaría en la Quinta.

Allí estaba ya… y una vez allí, seria de tontos darse media vuelta. Bajé por la Quinta hasta la calle 50, y ya que era Miércoles de Ceniza (otro día habría bastado tropezarme con las escaleras), entré en la Catedral de St. Patrick. Ya que seguía tan grande y tan bonita como todos los días, me senté en un banco a contemplar. Encendí una vela por ti, y ya que era Miércoles de Ceniza, me puse en la fila para que me hicieran la marca el la frente. El sacerdote atendía a los de la derecha, y a mi fila nos tocó una monjita más baja que yo.

Me acerqué. La monja hundió el pulgar en una bandeja ennegrecida y me hizo una cruz en la frente. Polvo eres y en polvo te convertirás. Y ya que te pongo ceniza, voy a ver si me tiemblan las manos. Y ya que te pongo esta cataplasma voy a ver si te pringo el abrigo, y ya que estoy de puntillas y es Miércoles de Ceniza voy a ver si te cae otro pegote en la nariz ( y ya te vas a seguir paseando así hasta que llegues a casa y te mires al espejo).

martes, febrero 20, 2007

Neil's Coffee Shop

Donde Neil nunca está Neil, sino los camareros mexicanos que sirven el agua con hielo a la velocidad de un rayo. Dentro el suelo es de terrazo rojo, la paredes son parte ladrillo y parte azulejos redondos blancos y azules, y hay colgadas fotografías de famosos, autografiadas y enmarcadas. Suelo ir cuando estoy sola al mediodía. Me siento en la barra, saludo con una sonrisa al abuelo sentado a mi derecha. Estoy de cara a la vitrina de los postres y las cervezas. Me divierto con la conversación que piensan que no entiendo, y a Pepito (el que lleva el delantal) no se le va de la cabeza la canción bésame, bésame mucho. Se acerca Julio y me pregunta si quiero un menú. Le digo que no, que quiero huevos revueltos con bacon, patatas fritas, tostada de pan blanco y café, por favor. Me dice very well, y se marcha a pedir la orden.

El menú en Neil es gigantesco y tiene de todo, pero realmente uno va allí a comer huevos o hamburguesa. Es hasta de mala educación pedir otra cosa. Es más, si se pide algo "saludable" o “verde” te miran raro, y tienes que pedir algo asqueroso para compensar. Esta misma tarde un chico se sentó al final de la barra y pidió una ensalada. “¡Una ensalada!” repitió el camarero, y todos giramos instantáneamente la cabeza en su dirección. “¡Una ensalada!” repetimos todos en nuestra mente. “Bueno, y... ¿una coca cola?” trató de salvarse. Después del incidente, todos volvimos a nuestros platos grasientos y deliciosos. Cuando terminé con las patatas, me acerqué el plato de las tostadas con mantequilla y mermelada, que por supuesto tenia tres veces más mantequilla que mermelada.

La cafetería de Neil es todo menos lo que en Europa se entiende por cafetería. Allí se va a comer y a ver comer a los de al lado, y si te toca la mesa de la ventana, también a ver a los que se van con las bolsitas de "para llevar." Con el ultimo bocao estas saliendo por la puerta, dejando propina, claro. Si se quiere hay postre, pero nada de sobremesa. El café se sirve en taza grande y sin platito. La taza se coge con las dos manos, apoyando ambos codos en la barra, se inclina la taza hacia la boca, y se mete uno el rabo de la cuchara en el ojo.

lunes, febrero 19, 2007

Feliz Año Nuevo en Febrero

¿Eh? Si. Anoche en el barrio chino de Nueva York se celebraba con fuegos artificiales la entrada al 2007, el año del cerdo. Y nosotros no nos lo íbamos a perder. Encaminamos hacia Chinatown, y al llegar, una masa de gente subía por la calle Mulberry. En las esquinas se pegaban los gorritos de cartón y confeti en la nieve congelada. Las bombillas rojas iluminaban las calles, cruzadas de una fachada a otra; Habíamos llegado tarde para los fuegos, pero la gente seguía de fiesta. ¡Feliz año chino! Y fuimos a buscar un restaurante chino para brindar por el cerdo. Pero todo estaba lleno, y subimos la calle hasta llegar a Little Italy, el barrio italiano. Pues aquí. Que mas da, si la cosa es celebrar… ¡Feliz año, y que buenos los raviolis!

viernes, febrero 16, 2007

Flamenco en Nueva York

Ver ese flamenco hermoso en el escenario del New York City Center me hace recordar aquel tablao perdido en el Arco de Cuchilleros de los madriles. Aquí luces, tacones, faldas que vuelan, la caja, guitarras, y el gitano cantando. Ay, la farruca que muere de celos. El farruco l’abandonao, y por él perdía el sentío. Luces, cuerdas, faldas, tacones, brazos, tacatá. ¿Te gusta? Si. Mira que bonito, y viene de mi tierra. Luces, caja, llanto, cuerda, falda, manos, tacatacatá. Ole ahí. Y aplausos. A si que esto es el Flamenco… Si, anda, y creías que te traía a una baile de pájaros cojos. El otro flamenco. Me gusta. Claro que te gusta. Cuerdas, faldas, tacatá. Y a ese que le pasa. No le sale la voz, parece que está estreñido. No, niña, eso es arte. Me encanta. Me encanta. Y ahora un paseito. Pero ni tapas ni vino, no te olvides de que estas aquí; vamos a cenar una hamburguesa. Tacatá.

jueves, febrero 15, 2007

Una tarde cualquiera, hablando con extraños

Estaba en la 57 con Lexington, a tres avenidas de la Quinta. No lo pude resistir. No es que no tuviese nada que hacer, pero estando tan cerca, tenia que acercarme a la Quinta un momento. Llegué y por allí pasaban decenas de extraños, como siempre. Espera, cuidado, ah, pues mi gorro ha salido en la foto de esa francesa. Yo no sabia que ese gorrito me iba a ganar un amigo más tarde. Bueno, pues… Ya que estaba, podía asomarme a Central Park. Total, estaba ahí al lado. ¡Ay, todo nevadito! Fue superior a mis fuerzas.
Entré al parque, y por metijaca me resbalé en las escaleras y casi acabo en el estanque congelado con los patos. Pero me levanté y seguí paseando hasta que se acabaron las pilas de la cámara de fotos. Regresé sobre mis propios pasos y, otra vez en la Quinta, me vi tentada. No, tengo que hacer cosas. Ya, pero…ya que estoy aquí. No. Bueno. Hice un pacto conmigo misma: bajo andando un poquito y luego cojo el autobús a casa. Vale. A la altura del hotel St. Regis giro hacia Lexington y ya me voy. Y de repente ya estaba en la esquina de Gucci. ¿Eh? Si aquí está Fendi. Prada la pasé hace un buen rato, y ya estaba enfrente del edificio de Cartier. Está bien, ganó la conciencia. Giré.
En Lexington, llegaba justo a tiempo el 103. Subí al autobús y me senté al lado de la ventana. De pronto alguien me tocó por la espalda. Me di la vuelta. “Excuse me,” me dijo un hombre de color, grandote y sonriente. “Perdone que le moleste, ¿Dónde ha comprado ese gorro?” Le parecía muy bonito y quería comprarle uno igual a su hermana y a su sobrino. Mi chuyo (orejero) peruano lo había comprado mi madre en el Mercado Indio de la avenida Petit Thouars de Lima, pero no quise desanimarle, y le dije que quizá lo encontraría en un puesto de esos que ponen en las esquinas.
Qué amable, es que es tan bonito. Para mi sobrino, porque he perdido al resto de mi familia, pero lo que conservo hay que cuidarlo mucho. Y yo, afro-americano de Nueva Jersey, he pasado mucho, y ahora aprecio las pequeñas cosas. Como esta conversación. ¿Crees en Dios? Reza por mi. Por cierto, me llamo Howard Hughes, como el piloto. Gracias por ser tan sociable, y esa sonrisa es sincera, si, es un don. Y aguantas bien la mirada. Bueno para las entrevistas. ¡Estudias periodismo! Claro, eso te va a venir bien. Aprovecha los estudios, que yo no pude. Y ahorra, que luego nunca se sabe. ¿Eres de Nueva York? ¡De España! ¿Que sois allí, latinos? Ah, blancos. Wow… hoy he conocido a una persona de España… ¿Parama? ¿Palama? ¡Paloma! Qué bonito. Cuídate, cuídate.
Ya me había pasado el trayecto hablando, o más, escuchando. Me bajé dos paradas más allá y tocó andar en el frío y luego ponerse a estudiar. Pero había paseado por la Quinta y Central Park, y había conocido a Howard.

miércoles, febrero 14, 2007

Película de blanco y marrón

Por la mañana cuatro capas, gorra y gorro encima. Dos pares de guantes. Y al salir nevaba de verdad, como en las pelis de Nueva York. Y los neoyorkinos caminaban inclinados hacia delante, luchando contra el viento, con una café en la mano y la otra en el bolsillo. La nieve cubría mas allá de mi tobillo y las botas de agua funcionaban contra el agua y el polvillo, pero no contra el frío. Qué más da, si comparto copos con Manhattan. Flores congeladas y chocolates duros, Felíz San Valentín. Y por la tarde otra peli distinta. La nieve marrón trasformaba la ciudad a los tiempos de las Bandas de Nueva York, con las calles de barro y alboroto. Llegar a casa, enchufar el secador; apuntar a los pies.

lunes, febrero 12, 2007

El hombre caracol

Entró en la cafetería con la cabeza baja, como si supiera que por una ley natural estaba fuera de lugar en todos los lugares. La capucha cubría su pelo de Moisés y cargaba una bolsa vieja llena de su vida entera. Los demás lamentaron su presencia en silencio y él, también en silencio, se sentó en la mesa de mi derecha. Callado, tranquilo, por fin descansando, estoy segura de que adoró las paredes que tapaban el viento y el frío eterno. Inclinó el cuello hacia abajo, cerró los ojos y se abandonó al ronroneo de las conversaciones ajenas y al calorcito de la estufa. Su barba gris, larga, deshilachada; empezó a frotarse las manos contra el tejido de su pantalón. Entraba en calor poco a poco, sin chistar, sin querer incomodar a nadie, esperando que pasara el invierno.
Pero el frío es lento y siguió frotando. Vi que tenia las manos desnudas, heridas del viento ¿Cómo puede no llevar guantes? Primero pensé en darle los míos. Así no tendría frío, pero que tontería, si el frío lo tiene en los huesos, no en la piel. Mi café, entonces. Le dejo lo que me queda, qué mal, en vez de calor le daré desprecio con mis sobras, aunque bien intencionadas. No puedo hacer nada. Seguirá en la calle, dormirá en la acera, cargará su bolsa de la vida, y no se le caerán las costras de las manos.
Fui a la barra y compre un café con leche. Recogí mis cosas y al marcharme dejé en su mesa el vaso caliente. El hombre caracol miró hacia arriba sin entender lo que pasaba. “For you,” le hice un gesto de regalo. Abrió los ojos como si llegara al cielo, “Thank you, thank you,” dijo con un hilillo de voz. Pero seguirá siendo el hombre caracol por las calles congeladas.

lunes, febrero 05, 2007

Frío

Entré en la cafetería buscando un refugio de la muerte segura que me acechaba en las calles. El hielo del aire era un arma apuntándome en la sien, y caminé desesperada al paraíso de un café caliente con más urgencia del que se va meando.

En el mostrador intenté hacer mi pedido, pero los labios congelados me pusieron en ridículo, soltando por la boca sonidos incomprensibles, como los de un paciente anestesiado en las encías. Divertida por mi torpeza involuntaria, repetí “Capuchino.”

Una vez que el calor de la bebida recorrió mi esófago como una medicina, saqué mi libro y me relajé. Sin embargo, cuando el vaso quedó vacío, poco a poco los músculos relajados se fueron tensando y me cubrí la espalda con el abrigo. Seguí con guantes y bufanda. Hacia frío ahí dentro, pero yo seguí leyendo hasta que me di cuenta que desde hacia tres paginas no me estaba enterando de lo que leía.

Decidí salir de allí y volver a casa. Me puse de pie y la desgracia me dio un bofetón cuando descubrí mis orejeras rotas. Era una sentencia de muerte.

Al salir a la calle empecé a caminar como un robot hacia la boca de metro más cercana, pero los semáforos en rojo me castigaban, y el frío se convirtió en dolor. Mientras esperaba una luz verde, un taxista impaciente sonó su bocina en mi tímpano congelado, y me dieron ganas de mandarle callar, “¡A usted no se le cristalizan los mocos!”

Llegué titanificada al colegio mayor y el guardia me recibió con alegría, “¡Búscate un gorro! Hace frío, ¿eh?” Quise contestarle, pero pensé que al pasar el umbral de mis labios las palabras se congelarían en el aire y caerían al suelo petrificadas. Le saludé con un gesto de la cabeza, subí a mi cuarto, di veinte saltitos para entrar en calor, y me senté a escribir adorando al sol que entraba por mi ventana.

domingo, febrero 04, 2007

Y de propina

En la calle 23, entre la Primera y la Segunda Avenida están dos de nuestros sitios preferidos para comer. No precisamente por sus delicias culinarias, sino porque nos encontramos a gusto, los camareros saben nuestros nombres y, sobre todo, porque al ordenar nuestra ración podemos decir “tráeme lo de siempre.”

Cosmo’s está abierto las 24 horas. La decoración tiene unos cuantos años; el piso es de baldosas grises y los bancos de sky, de los que hacen pedorretas cada vez que te acomodas en tu asiento. Las paredes son rosas, y están decoradas con pequeños espejos colocados en forma de rombo. La barra es para los que comen solos o de prisa, y los taburetes están pegados al suelo y no dan vueltas. Nuestra mesa está entrando a la izquierda, al fondo del todo, y allí nos sentamos tres amigas el jueves de madrugada.

Isadore es griego y nuestro camarero. Se está quedando calvo, lleva muchos años en Nueva York y le gusta jugar al Trivial. Abre los brazos en saludo cuando nos ve llegar, y nos reprocha que no hayamos vuelto en casi una semana. Me dice Spanish Baby y nos acompaña a la mesa. Pregunta por el resto del grupo, y luego que si acertamos la capital de Libia nos invita al café. Por Trípoli que no pagamos la bebida.

Isadore nos trajo tres vasos con agua y hielo, pero no se molestó en preguntar lo que íbamos a comer. A mi me trajo los huevos revueltos con bacon y patatas fritas con tostada y mermelada, a Mary su tortilla de queso, patata asada con mantequilla y salchichas. Y a Alison, la m’as normal, le contentó con un cuenco gigante de ensalada y pollo.

En estos mundos el café se toma durante la comida, no después, y cuando la taza se queda vacía te la vuelven a llenar. Mary quiso nata en su café, e Isadore llegó a la mesa con la lata-spray amenazando. Coronó su café de blanco, y luego le dijo, “Abre la boca.” No, no, jajaja, qué haces, nooo jajaja, y le pintó una barba y un bigote dulce con el que nos moríamos de risa.

El otro sitio al que llegamos como al comedor de nuestra casa es el East Side Café. Este está decorado en tonos amarillos y el sky de los bancos es verde oscuro. En la barra está Jaime, latino y viejo, que se acerca y nos entrega los menús por costumbre, no porque los vayamos a abrir. “Güer ar de oders?” ¿Donde están los demás? Pregunta con su acento de extranjero acomodado. Y es que el viernes fuimos allí a almorzar, y otra vez, coincidimos las mismas tres de la madrugada anterior.

A Jaime le llamamos Hooka entre nosotros, por una broma de hace mucho tiempo que ya nadie recuerda, pero con el nombre se ha quedado. A East Side nos gusta ir a partir de las 12 del medio día, cuando entra él a trabajar. Aquí pedimos diferente pero, también, cada uno siempre lo mismo. En East Side me gusta la Hamburger Deluxe, que viene con ensalada y las patatas de la casa. Hooka nos trae el café y nos distraemos mirando a la calle. Nuestra mesa está pegada al ventanal y vemos a la gente pasar. En breve sonará la tontería del día que desencadenará las risas del resto del fin de semana. Seguro.