viernes, agosto 29, 2008

Alaskadas

Paloma: - Podíamos ir a Alaska.
Alberto: - ¿Para qué?
Paloma: - No sé, dicen que hay montañas.

Alberto: - ¡Foto!
Paloma: - ¿Pero porqué pones esa cara?
Alberto: - Es mi cara de pensar.
Paloma: - Pues parece que estás oliendo un pedo.

(De la camiseta del cerdo de John)
Alberto: - Joé, cómo cerda…

(De la caída)
Paloma: - Tengo ramas y hierba dentro de mis pantalones.

(De la liebre)
Alberto: - Mire, está ahí.
Señora: - Ah, si… pero eso parece una piedra.
Alberto: - Señora, eso es una piedra, la liebre es lo que está detrás de la piedra.

Paloma: - Si aquí es invierno todo el año, los osos hibernan todo el año ¿o qué?
Alberto: - Si.
Paloma: - Te lo estás inventando, eres un inventero.

Alberto: - Mi teoría es perfectamente asumible, si no, pregúntale a Darwin.
Paloma: - ¿Es asumible?
Voz de Alberto: - Siiii…
Alberto: - He oído un si, ¿lo ves?

Paloma: - ¿Quieres ver un ninja?
(Coge un palo, lo echa hacia atrás para coger impulso y da a Alberto un garrotazo en la espalda)
Paloma: - ¿Ves?

Paloma: - Cuéntame un cuento.
Alberto: - ¿Qué quieres de que vaya?

Paloma: - Podíamos ir a Alaska.
Alberto: - ¿Y eso?
Paloma: - No sé, dicen que hay pinos.

(En el bosque)
- ¡ALCE A LA IZQUIERDA!
- ¿Dónde!?
- ¡Detrás del árbol!
- Ah, claro, como hay pocos.

Alaska X

Anchorage, 05 y 06 de julio – Amigos y adiós

La noche en que Alberto y yo regresamos a Anchorage nos esperaba Penny en la estación, mientras Amira se fue al aeropuerto a recoger a nuestra amiga Camille que llegaba de Francia. Nos reunimos en el patio de la casa, todos contentos de estar otra vez. Las historias, las prisas de ponernos al día sin perder detalle y carcajada... Las horas pasaban pero no llegaba el sueño ni la noche. Nos fuimos “por ahí,” a compartir risas y disfrutar de las pocas horas que teníamos juntos todos, a recordar viejos tiempos y a inventar nuevos.

Al día siguiente me despidieron en el aeropuerto. Con los últimos abrazos (por el momento) aprovechamos para las promesas de próximos reencuentros. Allí dejé a los tres, sonriéndome y diciéndome adiós con la mano mientras yo les hacía cucamonas desde el otro lado del cristal. Me metí para adentro y caminé alegre y expectante, dispuesta a emprender una nueva, otra más, gran aventura.


Alaska IX

Denali, 04 de julio- El oso que nunca ha visto a un humano

Montamos en un autobús color mostaza, los únicos flaquitos y de veinti-pocos e hispanohablantes, y nos sentamos rodeados de los típicos gordos blancos y jubilados de Texas. En nuestra salsa, haciendo de esa la mejor forma de celebrar el día de la independencia (suya). Estábamos preparados para adentrarnos en el parque natural de Denali, un lugar remoto y sin domar, tan grande como el estado de Vermont. Los pioneros que atravesaron el tiempo y la tundra crearon el parque en 1917, y desde los años veinte vamos turistas a meter el moco donde no nos llaman; a tomar fotos, a explorar, a buscar aventuras y otras veces problemas con los osos, a pasarlo bien, o simplemente a ver para poder contar.

“Denali” en atabascan, el idioma nativo, significa “la alta”. La montaña Denali es la más alta en Norte América y sólo está visible 65 días al año. La montaña fue, sin embargo, renombrada por el Congreso de Estados Unidos como el Monte McKinley.

Trotando sobre ruedas por los caminos del parque nuestros ojos no descansaban: un glaciar a lo lejos, un castor moviéndose en el agua del río Savage, a la derecha un cañón, allá donde termina el glaciar. Por la izquierda (o como decía el guía, “the 9 o’clock side”, “el lado de las nueve en punto”) un valle amplio y verde, al fondo montañas arrugadas cubiertas de hielo.

Íbamos por el bosque boreal, donde los inviernos duran hasta nueve meses. Allí los árboles no tienen raíces fuertes y la hierba es fina, pues hay poca tierra y poco verano, por lo que no tiene tiempo de crecer y hacerse fuerte. El autobús generaba el único ruido en aquél lugar de paz. Cada vez había menos árboles, pasábamos a la tundra, llana y ancha como la estepa, el territorio de los renos; el territorio Caribou. Allí viven zorros, osos, renos y alces.

Estados Unidos le compró a Rusia el territorio de Alaska en 1866. En aquella tierra han vivido largo tiempo las 42 culturas atabascan, que hablan siete dialectos diferentes y que conservan su modo de vivir. Aunque tienen aldeas, se mueven detrás de la comida. Creen que los animales tienen espíritu y que son los animales quienes se ofrecen a los cazadores. Matar a un animal es un sacrificio, por lo que no debe haber desperdicios. La carne, la piel, los huesos… todo se aprovecha.

Hablamos con un nativo nacido en una aldea del río Tucan y nos enseñó sus herramientas de supervivencia: una raqueta de pie grande llamada Trail Breaker, rompe rutas, utilizada para cazar renos, lobos, ratas (muskrats). Después nos mostró una raqueta parecida pero más pequeña. Es para andar por la nieve y su nombre en atabascan significa “hacer llorar a los lobos”, pues les hace correr. Nos dejó acariciar unos guantes hechos a mano con piel de castor, y nos invitó a probarnos un gorro de piel de reno. Esa es la mejor piel para abrigar la cabeza, pues no se congela tan rápido, explicó. Nos contó su manera de preparar el salmón y el reno, ahúman y secan toda la comida. Y hacen té con las agujas de los pinos.

No hacía calor y era verano. El invierno será durísimo, pero la naturaleza se adapta a todo. Existen allí unas ranas de madera, wood frogs, especies que se auto congelan en el invierno y vuelven a la vida con el buen tiempo. Los chiquillos juegan con ellas como si fuesen discos de hockey. Cuentan que las ardillas normalmente tienen cien latidos por minuto, pero que en invierno tienen sólo dos.

Vimos aves autóctonas, vimos cabras montesas y una liebre como un caballo de grande. En el camino de vuelta se paró el autobús y todos nos levantamos para contemplar la escena que todos habíamos esperado en ese viaje: a pocos metros un reno comía tranquilo y precioso. Sus cuernos como una corona lo convertían en aquél momento en rey de todo.

Nos faltó ver al oso. Pero como dicen aquí, “el oso que no ves, probablemente jamás habrá visto un humano.”

jueves, agosto 07, 2008

Nana del río

Corre el agua del río Nenana
Bajo el sol de media noche.
Entre estas montañas,
Que se enrollen las pestañas.
Cierro los ojos, como antes,
Cuando papá me cantaba…

Dormía bien de noche
Cuando papá, de amor derroche
Me cantaba una nana
Y su canción me arropaba.

Tampoco hoy siento frío
Cuando oigo su voz
Corriendo veloz,
Sonando en el agua del río.

El río Nenana,
Esta noche soleada
Me canta la nana
Que papá tarareaba.

Alaska VIII

Denali, 03 de julio- En el medio de la nada

El tren avanzaba despacio por las vías que nos llevaban hacia el norte, adentrándonos cada vez más en la naturaleza de Alaska. Pasamos densidades de pinos, de repente un claro y una charca… Más pinos, laberintos de pinos, todo era salvaje y natural excepto las vías del tren. Al fondo no podían faltar las montañas… a lo lejos vemos el famoso Mount McKinley, montaña que los nativos llaman Denali.

Alrededor de ese monstruo cuya cumbre sólo es visible unos pocos días al año y, por suerte era uno de esos días, murió el joven Chris McCandless, protagonista del libro y la película “Into the Wild” (Hacia rutas salvajes). Alberto y yo íbamos leyendo ese mismo libro durante el trayecto, para meternos más en el papel de aventureros. Este viaje lo hacíamos los dos solos.

Estábamos en el medio de la nada. Estábamos en aquél lugar del mundo… que sí existe.

Para hacernos una idea de lo remoto que era aquello (como el cuento de la Abuela, En una casita muy remota, muy remota…), hacía un par de horas que no veíamos señales de civilización cuando de pronto habló el conductor por el megáfono:

“Fíjense, que en una milla o así pasaremos por una casa a su izquierda. Allí vive un señor a quien le tiro el periódico desde el tren todos los días.”

Ese es el mayor contacto, o el único, que tiene ese señor con el resto de la vida. A la milla pasamos la casa. Efectivamente, era una sola casa. Delante tenía las vías del tren, a un lado había pinos, al otro también, y detrás, más pinos. El pueblo más cercano no lo pasamos hasta al menos otro par de horas en tren.

Absoluta soledad. Una vez tan aislado de todo, me pregunto para qué querrá leer el periódico. Talvez saber que sigue existiendo el mundo le hace sentirse persona.

Me contaba la madre de Amira que en Alaska sólo hay dos carreteras. Una va de Anchorage al sur, y la otra al norte, que lleva a Fairbanks. Sin embargo, no cubren ni una cuarta parte del vasto territorio de Alaska. El resto queda incomunicado, para ir de un una ciudad a otra dentro del estado sólo queda el avión.

El tren hizo una parada antes de llegar a nuestro destino y allí se bajaron algunos pasajeros. Por megafonía avisaron que los turistas no se alejasen de los andenes de la estación pues habían avisado de que un oso negro andaba por ahí cerca.

Tras ocho horas de recorrido, Alberto y yo llegamos a nuestra acogedora cabaña del bosque. Estaba dentro de un recinto en el Parque Natural Nacional de Denali, donde además de cabañas había espacio para caravanas y lugares reservados para tiendas de campaña. Las cabañas del oso pardo, se llamaban: The Grizzly Bear Cabins.

Nos instalamos y nos fuimos a dar una vuelta por el bosquecillo y bajamos un rato al río. El río Nenana.

Teníamos media tarde y la noche para pasar el tiempo. Así que nos inventamos un juego, con una diana dibujada en la tierra a la que tirábamos piedras. Paseamos, hablamos, nos reímos.

Cenamos, escribimos postales y nos fuimos a dormir pensando en lo que nos esperaba al día siguiente.


Alaska VII

Seward, 02 de julio- De perdidos al río: “From lost to the river?”

Por la mañana las montañas parecían diferentes. Era como si ellas también se acabasen de despertar, y la luz que reflejaba la nieve era más clara. Levantamos campamento y nos preparamos para el viaje de regreso. Esa noche dormiríamos en Anchorage.

Joel viajó con Amira. Y Simon conducía el coche de Joel, rescatado ya; Alberto y yo de pasajeros. Nos fuimos los tres hablando y riendo de lo que fuese, y a mitad de camino paramos en un área de descanso. Había una colina, desde la cual se contemplaban las vistas más bonitas de Alaska, según Simon. Pues había que subir.

Empezamos a caminar hacia la colina y la vegetación comenzó a hacerse más espesa. Esquivamos ramas, raíces y charcos hasta que nos encontramos con otro pequeño obstáculo. Un río. Y había que saltar.

Simon, a quien mi primo y yo habíamos apodado ya Simonkey (de mono) no tuvo ningún problema. Volvió a saltar a nuestra orilla, y continuamos un poco río abajo para encontrar un cruce más estrecho. Saltó de nuevo, y desde la otra orilla le decía a Alberto que saltara. Éste tomó carrerilla, y aunque no lo reconozca, sudaba por toas partes. Llegó a la otra orilla por los pelos. Y empezó a subir la colina.

Mientras, Simon desde una orilla y yo desde la otra, recorríamos el río buscando un paso que mis patas cortas pudiesen superar. La idea de Simon era colocar su monopatín como puente, pero era imposible, el río no estrechaba. Alberto estaba casi arriba, y a día de hoy sigue negando que me abandonó.

Habrá que saltar, pensé, lo más que puede pasar es que me moje. ¡Voy a saltar!

“I’m going to jump!” le dije a Simon.
“Lánzame la cámara,” me contestó.

A mi me dio la risa porque los dos sabíamos ya que me iba a caer. Me empecé a reír sólo de imaginar que iba a acabar en el río, y claro, cogí impulso a carcajada limpia, con lo cual no fue impulso ni fue ná.

- ¡Clic! Hizo la cámara.
- ¡Chof!!! Hice yo.

En la foto salgo muy bien, sonriente y en pleno vuelo. Me mojé hasta las espinillas, y en realidad me refresqué bastante porque hacía calor.

Subimos la colina, más empinada imposible; la escalamos, mejor dicho. Yo me iba agarrando a las plantas para no resbalar, y cuando llegamos arriba le dije a Alberto: “¡Te lo has perdido!”

Hacía muchísimo calor, pero no podíamos quitarnos la sudadera, que hacía de escudo ante las nubes de mosquitos que nos atacaban en aquél lugar. Movía el brazo con la mano abierta y tres o cuatro quedaban pegados en la palma. Me picaron en las cejas y debajo de los ojos, los únicos resquicios que dejaban descubiertos la capucha y la gorra.

Nos asomamos al borde de la colina y realmente eran increíbles las vistas. Era un paisaje como el de las películas de El Señor de los Anillos. Valles, montañas, horizontes lejanos.

Al llegar a casa no esperé a secarme, más bien corrí a la ducha, que me llamaba desde hacía tres días de campamento. Ya empezábamos a oler como Boobon.

Alaska VI

Seward, 01 de julio- Los amigos, las ballenas y el bosque

Era todavía muy temprano y de madrugada cuando oímos a John gritar que se iba, se iba a casa. Abrió la cremallera de nuestra tienda, metió la cabeza, nos dijo adiós y que nos dejaba una botella de champán. Hombre, así de desayuno no me apetecía mucho. Seguimos durmiendo sin hacerle caso. Y cuando nos levantamos estaba Joel aún sentado alrededor del fuego, solo. Nos dijo: “John está en la cárcel.”

Según nos contó, Boobon empezó a decir que se iba, pero que se volvía a Girdwood, a cuatro horas de viaje. Se quería llevar el coche, pero estaba borracho. Así que Joel se ofreció a llevarle hasta una estación de bus. De camino allí, les paró la policía. John dijo alguna burrada y el guardia le pidió el carné de conducir a Joel. Lo tenía caducado. Por buenas componendas Joel se libró, “Pero a tu amigo me lo voy a tener que llevar,” le advirtió el guardia. Le dijo que podría recoger su coche alguien con carné, y que cuando John se despertase de la mona llamarían y entonces podrían sacarlo pagando una fianza de $600.

Joel se quedó solo en medio de la carretera, a noventaitantas millas de nuestro campamento. Se subió a su monopatín y llegó reventado. Se quedó con Simon descansando, mientras Amira nos llevó a Alberto y a mi al puerto, donde debíamos coger un barco para ver los Fiordos de Kenai.

Pasamos cinco horas rodeados de montañas; arriba el cielo y abajo el mar. Y más abajo, ballenas. Con el viento en la cara, vimos leones marinos, gaviotas, puffins (una especie de pájaro medio pingüino, medio tucán), y orcas. Había una mamá con su bebé, una escena preciosa. Se veían las aletas de ambas al subir a la superficie.

El barco ya iba de vuelta, y de repente sonó una explosión de agua cuando una ballena saltó, nos hizo una pirueta y calló de espaldas, creando un increíble espectáculo para nuestros ojos.

Por la noche volvimos al campamento; al lado del río pusimos música, alrededor del fuego sillas… No había prisas ni planes, sólo amigos y el bosque.


Alaska V

Seward, 30 de junio- Donde brilla la diversión

Alrededor del medio día cargamos el coche en Anchorage con tiendas de campaña, sacos de dormir, neveras y abrigos. Emprendimos viaje al sur, Amira y yo delante, y atrás Alberto, John y su guitarra. Yo me encargaba de la música y cantábamos a voz en grito aunque no nos supiésemos la letra. John no paraba de hablar y de contar batallitas e historias poco creíbles, pero eran divertidas, aunque chirriaban cuando soltaba una palabrota cada tres palabras. Ay, Boobon. Creíamos que era su apellido, pero luego descubrimos que no, no sabíamos por qué le llamaban así. Entonces me dio la risa; la traducción de boob on es “teta encendida.” Que conste que ese apodo no se lo pusimos nosotros.

Por la tarde llegamos a Seward, una ciudad de puerto con muelles de madera muy arreglados, barcos de vela atracados allí, rodeada de montañas también y dedicada al turismo local, con muchos lugares preparados para acampar y grandes áreas reservadas para caravanas. Le llaman "la ciudad donde brilla la diversión", The city where the funshines- (un juego de palabras entre brilla la diversión y brilla el sol).

Aparcamos el coche y nos quisimos meter a un bar. A Alberto y a mi no nos dejaban entrar porque desconfiaban de nuestro DNI español. Lo que intentamos razonar con el tipo aquél, más que nada, era que siendo españoles quedaría un poco mal ir enseñando un carné de Arizona. Pero vamos, que sin darle una vuelta entera nos dimos media vuelta y nos metimos al bar de la competencia. Estaba casi vacío, había una Juke Box (máquina de seleccionar música) y dos mesas de billar. Nos acercamos a la barra, yo me senté en el taburete y me colgaban las piernas. Bien es sabido que en Estados Unidos la mayoría de edad son los 21. Por eso nada más acercarse la camarera nos pidió la identificación. Aceptó nuestros carnés españoles, pero dijo que mejor si tuviésemos los pasaportes. Le dije que ya, pero que íbamos al bosque de acampada, que comprendiese que no llevábamos ni pasaporte ni papel higiénico encima. Lo dije, por lo menos en mi cabeza.

Echamos unas partidas de billar: España vs. Estados Unidos. Al final empatamos, pero como los números de las bolas estaban en inglés nos merecíamos algún punto más. En fin.

Fuimos a meter 25 centavos en la máquina de música y nos encontramos con un grupo de siete u ocho escoceses, altotes, rubiotes y vestidos todos con su camiseta y falda azules. Nos hicimos una foto con ellos. Porque nunca sabes cuando te vas a encontrar otra vez con un grupo de escoceses así en Seward, Alaska.

Lo mismo pensarían ellos de encontrarse allí con una de Bienservida.

Al ratito nos fuimos con el coche en busca de un buen sitio para acampar. Lo encontramos a un par de millas del centro, en un saliente de la carretera. Allí había un buen trozo de bosque abierto, entre pinos, a la orilla del río y frente a grandes montañas.

Alberto, Amira y yo montamos nuestra tienda de campaña, mientras John Boobon tocaba su guitarra. Fuimos a por leña, y enseguida encendimos una fogata. Me senté allí a escribir un rato.

Por la noche llegaron Simon y Joel. Nos juntamos alrededor del fuego, quemamos unas cuantas salchichas y nos quedamos charlando hasta que nos entró sueño. Además, Boobon había bebido demasiado y ya se estaba poniendo pesado. Los tres de mi tienda nos fuimos a dormir, Simon se acostó también en la suya, y se quedaron allí John y Joel.


Alaska IV

Anchorage, 29 de junio- Campeones en AK

Nueve y media de la mañana, a punto estaba de empezar la final de la Eurocopa. En Estados Unidos el fútbol ná de ná. Pero habíamos pactado ya y Amira nos iba a llevar a un Sports Bar –de esos a los que sólo van los alcohólicos a beber desde por la mañana- donde tenían el canal 13 y podríamos ver la retransmisión del juego.

Alberto y yo nos levantamos y la madre de Amira nos estaba esperando en la cocina con una sartén de huevos revueltos y demás, “No hay que ir a ningún sitio,” dijo con una gran sonrisa. Penny había hecho un triki-piki-moki-hoki con los cables de la televisión y ya teníamos el canal 13.

Empezó. Nos enganchamos. ¡Y de repente se fue la imagen! Las uñas de Alberto se clavaron en mi brazo. Simon se subió al tejado y lo arregló. A los pocos segundos: Goooooooooooooooool!!! Gritamos Alberto y yo, mientras Simon seguía empingorotado en el tejado, Amira dormía y Penny aplaudía por nosotros.

Pensamos en cómo lo estarían viendo en España, en casa con un aperitivo y cervecitas. Nosotros en el sofá desayunando revuelto con salchichas, tortitas con sirope y mantequilla y manzana dulce, zumo de piña y café.

España se habría vuelto sorda del estruendo de alegría en ese momento. Nosotros por la ventana veíamos al vecino cortando la hierba de su jardín. ¡Todo tiene su aquél!

Terminó el partido y ya éramos campeones; Penny preparó tres chupitos de Limoncello para celebrar. Por la tarde fuimos a cenar a Don José, un restaurante mejicano, y con la quesadilla y la margarita el camarero nos felicitó por la Eurocopa.

Por la noche nos fuimos de excursión a Hatcher Pass, un valle entre verdes y picos de nieve. Caminamos, paseamos y disfrutamos de la luz de la noche.


Alaska III

Anchorage, 28 de junio- La última frontera

Por la mañana Simon, joven, ruidoso, impulsivo, con el pelo negro tapándole la cara y los ojos azules, vestido como si el jersey se lo hubiesen pegado con papel de celo, tocaba el piano a su loca manera, saltando del sofá y gritando sus canciones.

Fuimos al centro de la ciudad, el downtown, buscando el mercadillo del sábado y nos encontramos con bandas tocando en la Cuarta Avenida, puestos de salchichas y hamburguesas, gente paseando y niños jugando. Era la celebración de la estadidad de Alaska, el 50 aniversario desde que “la última frontera” se convirtió en parte de los Estados Unidos. Nos paramos a oír al grupo Bear Foot (un juego de palabras entre Pata de Oso y Descalzo), que tocaba música típica; guitarras, violines y las voces dulces de las chicas rubiejas.

Por la tarde fuimos a ver un partido de baseball y jugaban dos equipos de Anchorage, con lo cual elegimos a los de azul y nos hicimos forofos. Esto es así. Nos pedimos un perrito caliente y una cerveza, para meternos en el ambiente con los panzudos de camisas sucias a cuadros y gorra que gritaban cada vez que uno hacía un strike.

Cuando salimos se me ocurrió que podíamos buscar una buena vista para hacer una foto de las montañas, y así acabamos escalando el monte Flat Top: por hablar.

Se vino Keeper con nosotros, otro amigo de Amira. Un chico grandote y alegre que mientras nosotros soportábamos los vientos de las alturas con tres capas y sudadera él, en camisa, decía, “parece que refresca."

Desde arriba se veían las luces de todo Anchorage y los caminos estaban bordeados de árboles y arbustos. En algunos trozos quedaba nieve todavía. Las vistas dieron para hacer muchas fotos, muy bonitas y con mucha luz, a pesar de que eran las once de la noche.

A la bajada vimos recompensado nuestro esfuerzo de horas de viaje, la panzada de cruzar medio planeta hasta Alaska: La caída de Amira fue espectacular.

Bajábamos poco a poco, flexionando las rodillas, y Amira se adelantó. Iba cantando, y colina abajo cada vez iba más rápido, más rápido, se embalaba, se embalaba hasta que se le enredaron los pies, veía que se iba y se tiró de cabeza contra un arbusto. Lo próximo que vimos fueron sus zapatillas volando por los aires.

Después de presenciar tal secuencia sin poder reaccionar de lo rápido que había ocurrido todo, una gran carcajada seguida de risas interminables fue todo el consuelo que le pudimos dar a nuestra amiga.

Sobre las dos de la madrugada y a plena luz de la noche, prendimos otra hoguera en el patio de Amira, pero no antes de que Simon casi incendiase la casa con una pistola de agua rellena de gasolina.

En Alaska se vive al límite.

Alaska II

Anchorage, 27 de junio - La Tierra del sol de media noche

Aterricé en Anchorage a las 2 de la madrugada, después de un día entero recorriendo medio mundo. Literalmente y sin exagerar.

En Alaska los días de verano son eternos. Por encontrarse tan al norte del planeta el cielo nunca llega a oscurecer. Por eso le llaman la Tierra del sol de media noche.

En el aeropuerto me esperaban mi amiga Amira y mi primo Alberto, compañeros de aventuras para los próximos días. Sin mirar el reloj, nos fuimos a Government Hill a contemplar las luces de la ciudad y obtuvimos una panorámica surrealista del “atardecer” en plena madrugada.

Al día siguiente me desperté a las diez de la mañana, que para mí eran las ocho de la tarde, y con las mismas subí a la cocina a desayunar, conocí a la madre de Amira y nos tomamos un café. Penny me enseñó los jardines de la casa mientras los otros dormían. Es la típica casa norteamericana, de madera, con la verja alrededor del jardincillo del frente, la puerta de rejilla en la entrada, un sótano donde dormíamos Amira y yo, y un jardín trasero donde había un cobertizo con herramientas y bicicletas.

Además, tenían otra caseta con sauna, un huertecillo con zanahorias, moras, fresas… y en el centro del jardín unas piedras en círculo, donde hacían hogueras, me explicó.

Cuando Alberto y Amira se despertaron, preparamos sándwiches de mermelada con mantequilla de maní, una bolsita con fruta y queso y unas cervezas en la neverita. ¡Picnic!

Era verano, pero no nos sobraban la sudadera y el abrigo. Nos fuimos a Beluga Point, un alto en el camino de una carretera preciosa que bordea el mar (Beluga es un tipo de ballena), paralela también a las vías del tren junto a laderas de pinos. En el agua se reflejaban grandes montañas picudas y nevadas que había al otro lado.

Allí nos bajamos y cruzamos las señales de no cruzar las vías, caminamos por una playa de arena negra y escalamos unas rocas hasta llegar a un saliente, donde un árbol nos hacía sombra sin quitarnos la brisa y las vistas a las aguas grisáceas del mar.

Después del almuerzo seguimos a Girdwood, un pueblo que consistía en una carretera con una tienda y un cajero a un lado y un bar y un par de caravanas con chatarra al otro. Allí conocimos a John Boobon, amigo de Amira. Un chico rellenito, con rizos rubios, de sonrisa fácil, que hablaba con muchos tacos y que olía un poco mal. Era muy majo.

Sacó a su perro Bobo de su Subaru sucio y destartalado, le dijo “buen chico” y John se metió en nuestro coche. Arrancamos y el perro nos seguía a la carrera. Fuimos por unos caminitos de tierra hasta llegar al principio de una senda. Paramos el coche y nos reunimos con Bobo, que traía la lengua fuera. Realmente parecía bobo. Pero como se lo dijimos en español no se enteró y no se enfadó.

Seguimos a John por rutas de montañas, esquivando troncos caídos, saltando raíces y bordeando zonas fangosas. Íbamos charlando y haciendo fotos de cualquier hongo y hoja extraña. De pronto John dijo, “Cuidado, no piséis esta caca de oso.” Y ahí estaba, en medio del camino: una gran cataplasma negra y asquerosa.

Es lo que tiene viajar. En mi pueblo vas a coger moras y vas pisando las bolillas que cagan las cabras. En Alaska te topas con la plasta de un oso pardo y tan normal.

Entonces seguimos andando, contando historias y haciendo ruido con las llaves para alejar a los osos. Llegamos a un campo abierto donde había dos caballos blancos sueltos, sentados en la hierba, dejándose acariciar por quien quisiera. Habíamos llegado a territorio de una escuela, cerrada por vacaciones. Nos fuimos al parque y nos columpiamos alto, muy alto, lo más alto que pudimos hasta que nos dio la risa, estando con amigos, allí, entre pinos y rodeados de montañas.

Luego John nos invitó a una cerveza. Probé una hecha en Anchorage -hay que consumir local-, y estaba buena la “Moose Tooth”, diente de alce. ¡Pero eran las cinco de la tarde! Lo entendí después, cuando a las 6.30 la madre de Amira tenía ya la cena preparada.

Conocimos a Joel y a Larry, otros amigos de Amira. Larry era un chuleta rubio de Fairbanks, al norte de la capital, que se había venido a Anchorage con un amigo a trabajar. El flequillo le cubría las dos cejas y un ojo, todo muy calculado. Hablaba abriendo mucho los brazos, entre risillas y acabando todas las frases en “Yeah, dude” –Si, tío-. Le encanta la música y pasárselo bien. Era un poco flipado, como dicen, y a mi me recordaba al pollo fumeta de la peli "Locos por el surf", así que mi primo y yo le bautizamos Flippy Larry Chicken. Pero era un nombre muy largo, así que se quedó en Nugget, como los nuggets de pollo del Mc Donald's.

Joel era un larguirucho con barba, al que llamamos Esparragus Joel. A saber cómo nos llamaban ellos a nosotros. Joel es campeón de Alaska en monopatín. Nos contó que había dejado los estudios también, vivía en su coche y trabajaba en la misma cafetería que Larry y Amira. Mi amiga estudiaba por la mañanas y por las tardes era la encargada de la cafetería. En definitiva, era la jefa de sus amigos. Le pregunté a Joel que qué sabía de España. Tan tranquilo y sincero contestó, “Soy americano, no sé nada.” Nos reímos, y Alberto le preguntó por su trabajo. Dijo que consistía en “fregar platos y cortar tomates.” No tiene más ambición que trabajar para comer, irse de caza con su tío y pasar el tiempo.

Por la noche (según el reloj, no el cielo) el hermano de Amira, Simon, prendió una fogata en el patio… y alrededor del fuego se nos pasaron las horas.

“¿Veis?” dijo Joel, “esto es lo que hago todos los días.”
“Yeah, dude,” contestó Larry riendo.

Alaska I

La “pre”: Madrid-New York-Seattle-Anchorage, 23 horas de viaje.

No por falta de experiencia, sino más bien por lo contrario, iba yo como Pedro por su casa por el aeropuerto de Barajas y me monté al avión que no era.

Y no es que me equivocara y dijera, ¡Andá!… No, no, es que yo ya me iba.

Puerta con puerta embarcaban el avión a Nueva York y otro; yo vi que había jaleo y me fui adelante tranquilamente, entregué mi tarjeta de embarque al señor, pasé el finger y me metí al avión. Subí la maleta al compartimiento de encima de mi asiento, saqué mi libro de la mochila y lo coloqué en el bolsillo de la butaca de delante, me senté, me acomodé la almohadita, me puse la chaqueta por encima de las piernas y me abroché el cinturón.

Así de preocupada me hallaba yo cuando vino un chaval a decirme que estaba en su asiento. A ver, pues no, yo tengo el 19 F. Y yo también. Pues mira, no sé, debe haber un error. Y tanto.

Llegó la azafata y nos pidió la tarjeta de embarque a ambos. La mujer, con su pelo amarillo pollo recogido en un moño, los labios rojos y la falda apretada me miró por encima de sus gafitas y me preguntó, “Señorita, ¿va usted a Atlanta?” Pues no, pensé yo, vaya cosas me pregunta esta, menuda azafata que no sabe donde va su avión. “Voy a Nueva York,” le dije. “Pues está usted en el avión equivocado,” contestó.

Ah. Procesé.

Pero no creas que me entró el nervio. Con la misma tranquilidad con la que me había asentado (y un poco de risa contenida), me desabroché el cinturón, recogí mis cosas, bajé la maleta y me fui por donde había venido. Y me senté en la sala a esperar el embarque de mi vuelo a Nueva York.

Y digo yo, que… por que el avión iba lleno y alguien tenía el mismo asiento que, si no, me había ido a Atlanta. Tanta seguridad…

Aunque, total, ya habría aprovechado el viaje. Eso seguro.