Chiringas
En el Viejo San Juan, junto a la fortaleza de San Felipe del Morro, hay una explanada verde donde los domingos sopla el aire del mar; perfecto para volar cometas.
Los turistas andan acalorados por el camino de tierra y bajo el sol hasta la entrada al fuerte. Después se encaraman en las gruesas murallas y en los cañones de fuego caducados que dejaron los españoles. Se asoman a los ventanucos de las garitas y miran el mar.
Los jóvenes pasean y se compran piraguas de fresa o guayaba para refrescarse, y los niños corren, gritan, juegan con los pájaros de colores y papel que llaman chiringas.
Yo tendría nueve años cuando volé mi primera chiringa. Era naranja. Yo no tenía ni idea y, de repente, mi juguete estaba en el aire, qué risa. Mi brazo se movía a gusto del viento, que hacía bailar a mi cometa en el cielo claro, tan bonito y que al horizonte partía con el oscuro y turquesón del océano; la sensación de uno contra el aire más fuerte.
El hilo de la chiringa era una prolongación de mi cuerpo, que sujetaba mi corazón contra el viento, sobrevolando San Juan, contemplando el profundo azul del Caribe.
Un par de años más tarde me fui de Puerto Rico. “Una tarde,” yo, como Noel Estrada, “me fui hacia extraña nación, pues lo quiso el destino.” Desde entonces no he vuelto a volar chiringa, pero en el dulce vuelo lejano de aquella, “mi corazón se quedó frente al mar en mi Viejo San Juan.”
Los turistas andan acalorados por el camino de tierra y bajo el sol hasta la entrada al fuerte. Después se encaraman en las gruesas murallas y en los cañones de fuego caducados que dejaron los españoles. Se asoman a los ventanucos de las garitas y miran el mar.
Los jóvenes pasean y se compran piraguas de fresa o guayaba para refrescarse, y los niños corren, gritan, juegan con los pájaros de colores y papel que llaman chiringas.
Yo tendría nueve años cuando volé mi primera chiringa. Era naranja. Yo no tenía ni idea y, de repente, mi juguete estaba en el aire, qué risa. Mi brazo se movía a gusto del viento, que hacía bailar a mi cometa en el cielo claro, tan bonito y que al horizonte partía con el oscuro y turquesón del océano; la sensación de uno contra el aire más fuerte.
El hilo de la chiringa era una prolongación de mi cuerpo, que sujetaba mi corazón contra el viento, sobrevolando San Juan, contemplando el profundo azul del Caribe.
Un par de años más tarde me fui de Puerto Rico. “Una tarde,” yo, como Noel Estrada, “me fui hacia extraña nación, pues lo quiso el destino.” Desde entonces no he vuelto a volar chiringa, pero en el dulce vuelo lejano de aquella, “mi corazón se quedó frente al mar en mi Viejo San Juan.”