sábado, diciembre 29, 2007

Los ruidos de la Navidad

En la plaza del pueblo había lío el día después de Navidad. ¡Migas para todos! Y vinieron corriendo a avisarnos, deprisa, que allí ya se están desgañitando, Virgen Santísima. Nos arremolinamos en la lonja del ayuntamiento, repartiendo platos de migas y vino, arrancando uvas de los racimicos para tragar la miga, y saboreando los chorizos. “Esto es lo más grande, Señor,” dijo mi tía.

Mientras unos organizaban todavía el reparto, la Modesta empezó con el tin trrrrr-chín trrrrr-chín de la pandereta y se arrancó con los Pastorcitos de Judea. Enseguida hicimos corro –y coro-, “Una nueva os quiero dar (os quiero dar), el Mesías ha nacido, duerme en un pobre portal.” Y seguimos cantando, haciendo los ruidos de la Navidad, “Gloria en cielo, paz en el suelo, suena el cantar de la Navidad, dindilindín-dindilindán, en el huerto de María ha florecido un rosal.”

Mi abuela dirigía las mesas de reparto. Migas ya no quedaban, pero chorizos y salchichas quedaban bastanticos aún.

La Noche buena se viene tururú
La noche buena se va
Y nosotros nos iremos tururú
Y no volveremos más

Don Juan Ángel, el cura del pueblo, estaba henchido de gozo. Empezó a dar vueltas con la garrafa de vino para ir rellenando vasos. “¡El cura regala vino!” se oía. “¡Otra ronda!” más allá. “¡El cura reparte vino bendito!” Y nosotros seguíamos:

Yo quisiera poner a tus pies
Algún presente que te agrade, Señor,
Mas no poseo más que un viejo tambor,
Ropompón pon ropompón pom…

Salió la Salvadora en zapatillas de andar por casa, y se juntó al corro, que le va mucho la marcha y “desde que tenía el primer diente, éste mira, ya estaba yo cantando en el coro-la-Iglesia.”

Chito chito, callandito llegaremos al portal.
Cantaremos, bailaremos y el niño se alegrará.
Pero chito.. muy bajito, no se vaya a despertar.

Entonces gritaron “¡La casa invita a chorizos!” Y salió el cura con la sartenzaca de chorizos, y todos se le fueron encima a por los chorizos, de postre.

Tápalo, tápalo, tápalo
Dice José a María,
Esta noche nace el niño
Que ha de ser nuestro Mesías.

Parecía que menguaban las vocecetas ya, que era hora de irse al café, cuando sacó mi tía Amparo un termo pa’ tós.

Hacia Belén va una burra
Rin-rín
Yo me remendaba, yo me remendé
Yo me eché un remiendo, yo me lo quité.

Cuando se acabó la comida el corro se hizo más grande. Y mi abuela llegó con el cucharón de servir a dirigir la orquesta. La Modesta seguía con el trrrr chín de la pandereta, y nosotros todos cantando y meciendo el cuerpo al ritmo del Veinticinco de Diciembre fun fun fún.

Y es que “esto es lo más grande”, lo más bonito de estas fechas… son los ruidos de la Navidad.

Ay del chiquirritín, chiquirri-qui-tín
Queridito del alma
Ay del chiquirritín, chiquirri-qui-tín
Queridi-, queridito del alma.

viernes, diciembre 21, 2007

¿Qué le has pedido a los reyes?

Hace unos días –o noches- volvía a casa en taxi de madrugada, después de una fiesta, con un gorro de reno en la cabeza. El taxista, confundiéndome por una chiquilla, me preguntó que si este año había sido buena y que qué le había pedido a los reyes.

Este año he sido muy buena (o eso parece) , y resulta ser que cuando no pides nada, los regalos son más y más grandes.

Muy pronto es Noche Buena, se acerca la Navidad. Enseguida es Noche Vieja y Año Nuevo. Luego llegan los reyes, y después nos queda lo mejor: el resto del año. Todo es para celebrar.

Este año voy a tener muchos regalos: seis amigos de otro mundo y otro idioma y otro tiempo, para compartir con los amigos de hoy y siempre, con mi familia eterna, y enseñarles de donde vengo y que entiendan porqué soy así. Será un regalo reírnos todos juntos, compartir mesa y ensuciar platos juntos. (Lo de fregarlos es sólo anecdótico, como recoger el papel de regalo del suelo).

Este año voy a hacer viajes nuevos para conocer y descubrir, y dejarme enseñar, para disfrutar en excelente compañía.

Este año me va a atraer renovada inspiración para escribir e inventar, para contar y compartir.

Este año los reyes me van a traer el mejor regalo: ellos mismos. Porque este año después del chocolate y el roscón… los reyes se quedan conmigo.



viernes, diciembre 14, 2007

Cuentos: El gigante Sanguchón

Érase una vez un país donde la tierra era azul y el cielo amarillo, los árboles naranjas y sus habitantes, verdes. El más temido por todos era el gigante Sanguchón, un glotón que pasaba su tiempo cazando duendes para comer, preparando deliciosos sándwiches de mofletes para cenar.

Los duendecillos verde de la tierra azul corrían cuando oían el estruendo de las tripas hambrientas del gigante, pero muchos andaban ya tristes y sin mofletes, pues sus piernecillas no habían conseguido burlar los pasos enormes de Sanguchón.

Vivían dos duendecitos amigos en este país de cielo amarillo. Él se llamaba Duendi y ella Duanda, y jugaban a colgarse de las ramas naranjas de un árbol cuando oyeron un sonido tronador que los espantó al toque. “¡Oh no, es Sanguchón!” gritó Duendi, todavía colgado boca-abajo. Duanda le tomó de la mano y estiró de él, dijo “¡Vamos!” y echaron a correr.

Apurados, presionados por las pisadas que les estaban a punto de alcanzar… Duendi tropezó y, al caer, le salpicó tierra azul en el ojo. En esto apareció Sanguchón regocijándose de anticipación. Cogió a los amigos indefensos por el gorro puntiagudo, apretando sus dedos gordos como si fuesen pinzas, y encaminó a casa para preparar la cena.

Cuando llegó a casa, sentó a los pequeños en la repisa de la cocina y fue buscar los utensilios.

- ¿Qué vas a hacer?, preguntó Duendi temblando.
- Voy a comerme vuestros mofletes, dijo Sanguchón.
- ¡No, por favor!
- Yo tengo hambre y vosotros no los necesitáis.

Duenda le hizo una señal a su amigo para que no dijera nada, y ella mima respondió:

- Si los necesitamos… Para ser felices.

El gigante les miró perplejo, sorprendido por esa respuesta, mientras ellos dos se dieron la mano, apretándose para darse valor el uno al otro.

- ¡Bah, no importa! Entonces me comeré las orejitas, mmm…
- ¡No, tampoco eso!, saltó Duendi. Pero antes de que el gigante reaccionara, Duanda se adelantó para ofrecerle un trato:
- Los duendes cocinamos muy bien. Si gustas podemos prepararte deliciosas estrellas crujientes o lunas blanditas siempre que sientas hambre.

Sanguchón consideró la oferta unos segundos, pero luego preguntó:

- ¿Y por qué querría hacer eso, si puedo comer exquisitos mofletes de duende cada vez que quiera?
- Porque si te haces nuestro amigo, no pasarás hambre nunca. Y si me dejas, te enseño un truco de magia.

La curiosidad venció al gigante, y Duenda le hizo una señal para que se agachara. Cuando Sanguchón se acercó a la pequeña, ésta se puso de puntillas y le dio un besito en la cara. Sanguchón dio un respingo, sorprendido. Entonces sonrió.

- ¿Qué ha sido eso?
- Un besito.
- ¿Y cual es truco?
- Que te da cariño.

Sanguchón saltó de alegría y el suelo retumbó. Duendi levantó sus cejas de pelo-pincho aterrorizado, pero luego se rió, y le dio un besito al gigante en el otro moflete.

El gigante montó a cada duende en un hombro y les prometió que nunca más comería mofletes, porque había descubierto una cosa. Duenda le guiñó el ojo a Duendi en complicidad, y le dijo al gigante:

- Vamos, que te voy a preparar un delicioso revuelto de cometas rosas y nubes turquesas.

Sanguchón aceleró el paso, feliz con sus dos nuevos amigos. Y así acaba este cuento de cómo el cariño cambió la historia en el país de la tierra azul y el cielo amarillo.



martes, diciembre 11, 2007

Musti Kusíkuy

Son las 6.20 de la mañana. Estamos en Puno, la capital de la región. Es una ciudad limpia, asfaltada; impecable comparada con Juliaca.

En el puerto hay vidilla. Y un faro pequeño, blanco y rojo. Hay que pagar la entrada al muelle. Lacustre acuático, redunda un cartel. Nos explican que todas las embarcaciones del puerto de Puno tienen que pertenecer a los Uros, una étnia distinta que vive en medio del lago, y que de ésta manera se aseguran subsistencia y control de su territorio.

Estiro la pata y subo al barco. Está bautizado Musti Kusíkuy, andariego feliz. Se enciende el motor, se sueltan las sogas. Ya estamos navegando por el Titicaca.

En la bahía interior el lago está tranquilo. Parece pintado. Las olas que provoca a su paso nuestro bote parecen rasgar un lienzo de azul grisáceo.

En medio del lago nos abrimos paso entre totorales, juncos gruesos que utilizan para construir sus barcas totoras. Hay patos y chocas, una especie de pato grande con garras en las patas. Por ahí pasa una corriente que permite las sedimentaciones, así pueden crecer los totorales. Y como si los fuésemos apartando con nuestras manos para ampliar nuestro campo de visión, de pronto aparecen a lo lejos pequeñas cabañitas de color paja, flotando en el agua.

¿Pero cómo, en medio del lago? Sí… son los Uros. Viven así. Sobre las raíces de los totorales —imagínense la debilidad de un junco— crean suelo, añadiendo planchas de totorales secos: Plataformas de no más de un metro flotando sobre profundidades de hasta 200 metros. Aunque están ancladas, con palos que atraviesan el suelo de totora. Y ahí arriba, en su islita conviven ocho o diez familias. Hay cuarenta y cinco islitas Uros en total. Nos acercamos con el bote a una con varias casitas, la isla Santa María. Nos dicen hola con la mano.

Bajamos de bote, pisamos juncos secos, con la sensación de seguir en el barco; Seguimos flotando. Nos enseñan una piscinita con redes, ahí crían truchas. Y ahí anda piando un martín pescador, que quiere conseguir un pescao de almuerzo. Una señora nos invita a entrar en su casa, una habitación oscura y pequeña, repleta de bolsas de plástico y vestimentas colgadas.

Se llama Olga. La señora Olga me dice qué linda, cuántos años tiene. Ay, perece de quince. Señala a una joven con la cara castigada por el viento y la vida. Ella también tiene veinte y ya está vieja. La señora Olga me mete por la cabeza una pollera rosa y fucsia que me ata a la cintura con nudos poderosos, por lo menos cuatro. La gira para que los nudos queden al costado, y me hace meter por el cachulete un brazo y después el otro, vistiéndome con una chaqueta verde fosforito. Se ríe. Y me coloca un gorro de colorines en la cabeza, y echa la cola y el pompón hacia atrás. Para adelante significa casada, dice. Y se ríe. Y todos.

Los Uros son los habitantes más antiguos de esta parte del altiplano. Son una étnia distinta a los quechuas y los aymara. En su día vivían en los márgenes del lago Uro-Uro (hoy territorio boliviano), pero cuando sintieron la amenaza de los conquistadores Incas se refugiaron en las aguas del Titicaca. Hoy pocos hablan uriquilla, su lengua madre. La mayoría habla quechua, aymara y castellano. Pescan artesanalmente el carachi, la trucha y el pejerrey. Los hombres construyen y conducen las balsas totoras, y las mujeres tejen y crean artesanías que vender a los turistas.

Saliendo de la bahía a la grandeza del lago hay más viento. El agua ya no es un lienzo, sino que tiene la textura de un mar en calma. Y mar parece. Mirando al fondo no se ve tierra al horizonte, sólo dos brazos a los costados y la que dejamos atrás.

Estamos llegando a la isla de Taquile. Sus habitantes deberían ser aymara por encontrarse a este lado del lago, pero ya se mezclaron con quechuas y ahora hablan los tres idiomas más hablados del Perú.

El aymara es una lengua imposible. Tanto así que en tiempos de guerra se ha utilizado para mandar mensajes secretos entre países del hemisferio de arriba. Según un puneño, el aymara es un idioma “recontra inentendible.” Asado de pollo viejo se dice: kjan kha can kha kjan ca.

Y el quechua. Si por ellos fuese el alfabeto sólo tendría tres vocales: a, i, u. Y prescindirían de varias consonantes también. No tienen la “b”, por ejemplo, ni diptongos en su lengua… y su pronunciación se distingue chillante y entrecortada cuando hablan nuestro idioma. Una cholita de la sierra andina nunca te dirá Buenos días, sino Wins ttías, con su voceceta. Y un señor no podrá decir Caballero, pero saludará con su mejor pronunciación, Cawalliru.

En la isla Taquile llevan un sistema de plantío de rotación, que todas las familias respetan para no dañar la tierra en la que cosechan.

- “Esta gente sigue viviendo como hace siglos, parecen como de un cuento,” comenta uno de nosotros.
- “Lo verdaderamente fantástico,” nos explica otro, “es que ellos puedan seguir viviendo así. Y que vivan mejor y más felices mostrándose tal y como son a los que vienen a conocer su pequeño universo, en vez de que opten por abandonar a los suyos y sus costumbres, pasar penurias y lanzarse al mundo exterior, al mundo grande.”

De regreso a Puno pasamos por los Uros otra vez. Ahora miramos sus peculiares viviendas desde lo lejos, rumbo a tierra firme. En una de sus islas-totora avistamos un hombre al lado de un cuerpo oscuro, grande, corpulento. Pero no es humano. Tampoco es un monstruo de la imaginación, aunque parece monstruoso y sí pertenece a varias leyendas. Es una cría de cóndor, es chiquito, dice, no más tiene 9 meses… Claro, no hay que olvidarse de que estamos en el Perú, el antiguo Tawantisuyo, Imperio Inca, en los aires fríos y vientos fuertes, en el altiplano andino, en la casa del cóndor, la Kuntur Wasi; simpre recorrida por el andariego feliz, el incansable Musti Kusíkuy.

domingo, diciembre 09, 2007

En el altiplano andino

Aterrizamos en Juliaca, la ciudad sin ley. La calle principal es la única asfaltada, y por ahí corren taxis adelantándose con sus bocinas, se cruzan señores cargando bultos en la espalda, sorprenden niños que saltan de la acera sin aviso, y triciclos que empujan a sus pasajeros, pedaleando y esquivando el tráfico y los baches, hábiles y fuertes, como todos por aquí. Estamos al sur-este del Perú, en el altiplano andino.

Empiezo a anotar chuminadas en mi libretita, y mi caligrafía parece de pronto un detector de temblores, mi bolígrafo sólo ha dejado rayitas indescifrables con el traqueteo del carro. Pero continúo porque conozco mis garabatos también. Entonces, se me explota la tinta en la mano. Por la altura. Se riega el azul por mis dedos y por las palabras, hacemos juego con el cielo. Seguimos por las calles de Juliaca. Hay mucho ruido, polvo, tonos tierra en las construcciones; muchos colores en la gente.

Cruzamos un callejón de vecinos. Un cartel dice: Prohibido el paso a meadores, borrachos y delincuentes. Pasamos varios comercios que ofrecen un negocio antiquísimo: Presto dinero. En una fachada descascarillada y medio derruida está pintado un aviso: Prohibido mear. Respete la Institución.

- ¿Y por qué mean tanto?
- Acá se toma bastante, si. Cerveza… chicha. Sí se toma. Lo que es de contrabando, la cerveza. Todo es bamba en Juliaca, Puno… hasta la bebida. Sí beben bastante. ¡Una bomba después, jeje! Lo malo es cuando hace frío y les da bomba, porque se quedan en la calle y se mueren de frío.
- Claro, si ahora es “verano” y llevo cuatro capas.
- Así es, en la época de más frío, que es junio, julio… duermo con cinco frazadas, con la estufa de aceite, me pongo los caletadores de carnerito y con un chuyo en la cabeza. De verdad, si. Hace un frío de la patada.

Salimos de la ciudad, hacemos camino entre colinas de marrones verdosos del altiplano, no como los marrones rojizos del Valle Sagrado. A los lados de la carretera vemos castilletes de adobe, cada uno pertenece a una familia. Es la aldea Atuncolla. No son casuchas, tienen su patio central, un arco en la entrada. Los niños juegan afuera, quizás demasiado cerca del paso de coches.

Llegamos a Sullustani. Pisamos el suelo rocoso, y vemos un agua azul intenso, sin movimiento. Es el lago Umayo. Y en el medio hay una meseta, la isla Umayo. El sol empieza a brillar por detrás.

Subimos un montecito. Hacemos paraditas cada pocos pasos; respirar a más de 3000 metros de altura y además escalando, no es moco de pavo.

Alcanzamos la cima. Encontramos las Chullpas: enterramientos cilíndricos, altos, que se ensanchan más hacia arriba. Pertenecieron a los Colla. Algunos están hechos con piedras sueltas superpuestas, esos debieron se los originales. También hay estos dos, construidos con roca maziza, cada trozo encajado a la perfección como un puzzle, la líneas rectas, impecables. Estos ya los hicieron los Incas.

Al bajar nos sentamos en un restorancito a comer algo. El sol iba bajando por minutos. Mira qué linda la puesta de sol. Si, así reflejada en el lago Umayo. Qué linda. Si, es el sunset andino, jaja.