jueves, agosto 07, 2008

Alaska III

Anchorage, 28 de junio- La última frontera

Por la mañana Simon, joven, ruidoso, impulsivo, con el pelo negro tapándole la cara y los ojos azules, vestido como si el jersey se lo hubiesen pegado con papel de celo, tocaba el piano a su loca manera, saltando del sofá y gritando sus canciones.

Fuimos al centro de la ciudad, el downtown, buscando el mercadillo del sábado y nos encontramos con bandas tocando en la Cuarta Avenida, puestos de salchichas y hamburguesas, gente paseando y niños jugando. Era la celebración de la estadidad de Alaska, el 50 aniversario desde que “la última frontera” se convirtió en parte de los Estados Unidos. Nos paramos a oír al grupo Bear Foot (un juego de palabras entre Pata de Oso y Descalzo), que tocaba música típica; guitarras, violines y las voces dulces de las chicas rubiejas.

Por la tarde fuimos a ver un partido de baseball y jugaban dos equipos de Anchorage, con lo cual elegimos a los de azul y nos hicimos forofos. Esto es así. Nos pedimos un perrito caliente y una cerveza, para meternos en el ambiente con los panzudos de camisas sucias a cuadros y gorra que gritaban cada vez que uno hacía un strike.

Cuando salimos se me ocurrió que podíamos buscar una buena vista para hacer una foto de las montañas, y así acabamos escalando el monte Flat Top: por hablar.

Se vino Keeper con nosotros, otro amigo de Amira. Un chico grandote y alegre que mientras nosotros soportábamos los vientos de las alturas con tres capas y sudadera él, en camisa, decía, “parece que refresca."

Desde arriba se veían las luces de todo Anchorage y los caminos estaban bordeados de árboles y arbustos. En algunos trozos quedaba nieve todavía. Las vistas dieron para hacer muchas fotos, muy bonitas y con mucha luz, a pesar de que eran las once de la noche.

A la bajada vimos recompensado nuestro esfuerzo de horas de viaje, la panzada de cruzar medio planeta hasta Alaska: La caída de Amira fue espectacular.

Bajábamos poco a poco, flexionando las rodillas, y Amira se adelantó. Iba cantando, y colina abajo cada vez iba más rápido, más rápido, se embalaba, se embalaba hasta que se le enredaron los pies, veía que se iba y se tiró de cabeza contra un arbusto. Lo próximo que vimos fueron sus zapatillas volando por los aires.

Después de presenciar tal secuencia sin poder reaccionar de lo rápido que había ocurrido todo, una gran carcajada seguida de risas interminables fue todo el consuelo que le pudimos dar a nuestra amiga.

Sobre las dos de la madrugada y a plena luz de la noche, prendimos otra hoguera en el patio de Amira, pero no antes de que Simon casi incendiase la casa con una pistola de agua rellena de gasolina.

En Alaska se vive al límite.