viernes, agosto 29, 2008

Alaska IX

Denali, 04 de julio- El oso que nunca ha visto a un humano

Montamos en un autobús color mostaza, los únicos flaquitos y de veinti-pocos e hispanohablantes, y nos sentamos rodeados de los típicos gordos blancos y jubilados de Texas. En nuestra salsa, haciendo de esa la mejor forma de celebrar el día de la independencia (suya). Estábamos preparados para adentrarnos en el parque natural de Denali, un lugar remoto y sin domar, tan grande como el estado de Vermont. Los pioneros que atravesaron el tiempo y la tundra crearon el parque en 1917, y desde los años veinte vamos turistas a meter el moco donde no nos llaman; a tomar fotos, a explorar, a buscar aventuras y otras veces problemas con los osos, a pasarlo bien, o simplemente a ver para poder contar.

“Denali” en atabascan, el idioma nativo, significa “la alta”. La montaña Denali es la más alta en Norte América y sólo está visible 65 días al año. La montaña fue, sin embargo, renombrada por el Congreso de Estados Unidos como el Monte McKinley.

Trotando sobre ruedas por los caminos del parque nuestros ojos no descansaban: un glaciar a lo lejos, un castor moviéndose en el agua del río Savage, a la derecha un cañón, allá donde termina el glaciar. Por la izquierda (o como decía el guía, “the 9 o’clock side”, “el lado de las nueve en punto”) un valle amplio y verde, al fondo montañas arrugadas cubiertas de hielo.

Íbamos por el bosque boreal, donde los inviernos duran hasta nueve meses. Allí los árboles no tienen raíces fuertes y la hierba es fina, pues hay poca tierra y poco verano, por lo que no tiene tiempo de crecer y hacerse fuerte. El autobús generaba el único ruido en aquél lugar de paz. Cada vez había menos árboles, pasábamos a la tundra, llana y ancha como la estepa, el territorio de los renos; el territorio Caribou. Allí viven zorros, osos, renos y alces.

Estados Unidos le compró a Rusia el territorio de Alaska en 1866. En aquella tierra han vivido largo tiempo las 42 culturas atabascan, que hablan siete dialectos diferentes y que conservan su modo de vivir. Aunque tienen aldeas, se mueven detrás de la comida. Creen que los animales tienen espíritu y que son los animales quienes se ofrecen a los cazadores. Matar a un animal es un sacrificio, por lo que no debe haber desperdicios. La carne, la piel, los huesos… todo se aprovecha.

Hablamos con un nativo nacido en una aldea del río Tucan y nos enseñó sus herramientas de supervivencia: una raqueta de pie grande llamada Trail Breaker, rompe rutas, utilizada para cazar renos, lobos, ratas (muskrats). Después nos mostró una raqueta parecida pero más pequeña. Es para andar por la nieve y su nombre en atabascan significa “hacer llorar a los lobos”, pues les hace correr. Nos dejó acariciar unos guantes hechos a mano con piel de castor, y nos invitó a probarnos un gorro de piel de reno. Esa es la mejor piel para abrigar la cabeza, pues no se congela tan rápido, explicó. Nos contó su manera de preparar el salmón y el reno, ahúman y secan toda la comida. Y hacen té con las agujas de los pinos.

No hacía calor y era verano. El invierno será durísimo, pero la naturaleza se adapta a todo. Existen allí unas ranas de madera, wood frogs, especies que se auto congelan en el invierno y vuelven a la vida con el buen tiempo. Los chiquillos juegan con ellas como si fuesen discos de hockey. Cuentan que las ardillas normalmente tienen cien latidos por minuto, pero que en invierno tienen sólo dos.

Vimos aves autóctonas, vimos cabras montesas y una liebre como un caballo de grande. En el camino de vuelta se paró el autobús y todos nos levantamos para contemplar la escena que todos habíamos esperado en ese viaje: a pocos metros un reno comía tranquilo y precioso. Sus cuernos como una corona lo convertían en aquél momento en rey de todo.

Nos faltó ver al oso. Pero como dicen aquí, “el oso que no ves, probablemente jamás habrá visto un humano.”