jueves, agosto 07, 2008

Alaska II

Anchorage, 27 de junio - La Tierra del sol de media noche

Aterricé en Anchorage a las 2 de la madrugada, después de un día entero recorriendo medio mundo. Literalmente y sin exagerar.

En Alaska los días de verano son eternos. Por encontrarse tan al norte del planeta el cielo nunca llega a oscurecer. Por eso le llaman la Tierra del sol de media noche.

En el aeropuerto me esperaban mi amiga Amira y mi primo Alberto, compañeros de aventuras para los próximos días. Sin mirar el reloj, nos fuimos a Government Hill a contemplar las luces de la ciudad y obtuvimos una panorámica surrealista del “atardecer” en plena madrugada.

Al día siguiente me desperté a las diez de la mañana, que para mí eran las ocho de la tarde, y con las mismas subí a la cocina a desayunar, conocí a la madre de Amira y nos tomamos un café. Penny me enseñó los jardines de la casa mientras los otros dormían. Es la típica casa norteamericana, de madera, con la verja alrededor del jardincillo del frente, la puerta de rejilla en la entrada, un sótano donde dormíamos Amira y yo, y un jardín trasero donde había un cobertizo con herramientas y bicicletas.

Además, tenían otra caseta con sauna, un huertecillo con zanahorias, moras, fresas… y en el centro del jardín unas piedras en círculo, donde hacían hogueras, me explicó.

Cuando Alberto y Amira se despertaron, preparamos sándwiches de mermelada con mantequilla de maní, una bolsita con fruta y queso y unas cervezas en la neverita. ¡Picnic!

Era verano, pero no nos sobraban la sudadera y el abrigo. Nos fuimos a Beluga Point, un alto en el camino de una carretera preciosa que bordea el mar (Beluga es un tipo de ballena), paralela también a las vías del tren junto a laderas de pinos. En el agua se reflejaban grandes montañas picudas y nevadas que había al otro lado.

Allí nos bajamos y cruzamos las señales de no cruzar las vías, caminamos por una playa de arena negra y escalamos unas rocas hasta llegar a un saliente, donde un árbol nos hacía sombra sin quitarnos la brisa y las vistas a las aguas grisáceas del mar.

Después del almuerzo seguimos a Girdwood, un pueblo que consistía en una carretera con una tienda y un cajero a un lado y un bar y un par de caravanas con chatarra al otro. Allí conocimos a John Boobon, amigo de Amira. Un chico rellenito, con rizos rubios, de sonrisa fácil, que hablaba con muchos tacos y que olía un poco mal. Era muy majo.

Sacó a su perro Bobo de su Subaru sucio y destartalado, le dijo “buen chico” y John se metió en nuestro coche. Arrancamos y el perro nos seguía a la carrera. Fuimos por unos caminitos de tierra hasta llegar al principio de una senda. Paramos el coche y nos reunimos con Bobo, que traía la lengua fuera. Realmente parecía bobo. Pero como se lo dijimos en español no se enteró y no se enfadó.

Seguimos a John por rutas de montañas, esquivando troncos caídos, saltando raíces y bordeando zonas fangosas. Íbamos charlando y haciendo fotos de cualquier hongo y hoja extraña. De pronto John dijo, “Cuidado, no piséis esta caca de oso.” Y ahí estaba, en medio del camino: una gran cataplasma negra y asquerosa.

Es lo que tiene viajar. En mi pueblo vas a coger moras y vas pisando las bolillas que cagan las cabras. En Alaska te topas con la plasta de un oso pardo y tan normal.

Entonces seguimos andando, contando historias y haciendo ruido con las llaves para alejar a los osos. Llegamos a un campo abierto donde había dos caballos blancos sueltos, sentados en la hierba, dejándose acariciar por quien quisiera. Habíamos llegado a territorio de una escuela, cerrada por vacaciones. Nos fuimos al parque y nos columpiamos alto, muy alto, lo más alto que pudimos hasta que nos dio la risa, estando con amigos, allí, entre pinos y rodeados de montañas.

Luego John nos invitó a una cerveza. Probé una hecha en Anchorage -hay que consumir local-, y estaba buena la “Moose Tooth”, diente de alce. ¡Pero eran las cinco de la tarde! Lo entendí después, cuando a las 6.30 la madre de Amira tenía ya la cena preparada.

Conocimos a Joel y a Larry, otros amigos de Amira. Larry era un chuleta rubio de Fairbanks, al norte de la capital, que se había venido a Anchorage con un amigo a trabajar. El flequillo le cubría las dos cejas y un ojo, todo muy calculado. Hablaba abriendo mucho los brazos, entre risillas y acabando todas las frases en “Yeah, dude” –Si, tío-. Le encanta la música y pasárselo bien. Era un poco flipado, como dicen, y a mi me recordaba al pollo fumeta de la peli "Locos por el surf", así que mi primo y yo le bautizamos Flippy Larry Chicken. Pero era un nombre muy largo, así que se quedó en Nugget, como los nuggets de pollo del Mc Donald's.

Joel era un larguirucho con barba, al que llamamos Esparragus Joel. A saber cómo nos llamaban ellos a nosotros. Joel es campeón de Alaska en monopatín. Nos contó que había dejado los estudios también, vivía en su coche y trabajaba en la misma cafetería que Larry y Amira. Mi amiga estudiaba por la mañanas y por las tardes era la encargada de la cafetería. En definitiva, era la jefa de sus amigos. Le pregunté a Joel que qué sabía de España. Tan tranquilo y sincero contestó, “Soy americano, no sé nada.” Nos reímos, y Alberto le preguntó por su trabajo. Dijo que consistía en “fregar platos y cortar tomates.” No tiene más ambición que trabajar para comer, irse de caza con su tío y pasar el tiempo.

Por la noche (según el reloj, no el cielo) el hermano de Amira, Simon, prendió una fogata en el patio… y alrededor del fuego se nos pasaron las horas.

“¿Veis?” dijo Joel, “esto es lo que hago todos los días.”
“Yeah, dude,” contestó Larry riendo.