martes, febrero 12, 2008

La misa del tío Gaudencio (fue un día de verano)

Mi tío Gaudencio nació en Mantiel antes de la guerra y, muchísimos años después de haber recorrido España siendo párroco de tantos pueblos, se fue a El Salvador de misionero, con sus ochenta y pocos o setenta y muchos a cuestas. Mantiel es un pueblo pequeño de la Alcarria, en Guadalajara. Había una vez un pantano que ya no es, sino que se ha quedado seco y el Tajo corre ahora por su cauce original. Tres años después de calores centroamericanos, proyectos encauzados, bendiciones a ladrones, nuevas jergas aprendidas, y con las cuatro mismas camisas con las que partió, un verano Gaudencio volvió a su cauce original de vacaciones, y cantó misa en la iglesia donde fue bautizado.

Gaudencio es una persona buena y querida por todos. Canturrea. Pero cada vez más torpe y olvidadizo; sus tics y gestos acentuados.

Quince personas acudieron a misa. A mi madre le encargó leer un pasaje y a mi otro. Vaya, bueno vale.

A las doce en punto salió mi tío de la eucaristía con pasitos cortos, sus anteojos y su calva. Le acompañaban dos monaguillos improvisados en el momento. Eran hermanos entre sí; El mayor iba serio y tendría diez años, muy metido en su papel. El otro era un chisgarabís con el pelo de punta, estaba mellado y su sonrisa le daba una pinta de pillo. Iba vestido con el traje de la selección española de fútbol -lo que se dice ir propiamente vestido de monaguillo-, con la camiseta metida por dentro y los pantalones cortos por encima de la cintura. Se reía.

Mi tío nos miró alegre, levantó los hombros tres veces, y empezó con el qué alegría cuando me dijeron. Mi padre y yo nos miramos de reojo y cantamos con los demás. Mi tío se movía despacio pero seguro. Dijo misa y llamó a mi madre, su sobrina, para que leyera la carta del apóstol y terminara con Palabra de Dios, como él nos había indicado.

En cuanto mi madre volvió al banco me tocó el turno. El mayor reto era no mirar a mi padre para no reírme, y aún así, de camino al altar me iba sujetando la sonrisilla. Busqué la página que había señalada y mantuve la cara seria mientras me acomodaba el micrófono. Ejem, ejem. Y empecé a leer: Segunda carta del apóstol San Pedro. Queridos hermanos... Esto me sonaba. Esto yo ya lo había escuchado. Este es mi hijo, el amado. Mi tío, despistado, había elegido el mismo pasaje para mi madre y para mi, aunque de diferentes libros. Fui consciente de que repetía lo mismo, y fui consciente de que todos se habían dado cuenta menos mi tío. ¿Y si me río? Me flaqueó un poco la voz, pero tosí en disimulo. Pensé en morderme el labio, pero entonces se notaría que dejaba de leer. Hice fuerzas para no desviar la mirada hacia el banco de mis padres y, a punto de estallar en risa ahogada, por fin terminé: Palabra de Dios.

Cantamos el Osana en el cielo y una vez acabada la lectura del Evangelio, el tío Gaudencio procedió a preparar la comunión. Mi tío nos miraba sonriente mientras levantaba los hombros sin parar. Los monaguillos gozaron de su protagonismo trayendo al altar los cachivaches sagrados que el sacerdote les pedía, y el cáliz vio pasar la vida ante sus ojos con el tropezón del chisgarabís. Éste dejó la copa en el mármol rápidamente y se fue a un lado a reírse, pero mi tío no se enteraba de lo que ocurría porque estaba muy concentrado con el tomad y comed todos de él. Luego quiso coger la Hostia y no la encontró. Levantó uno a uno los paños que cubrían el altar, pero haciendo como si no faltara nada. El mayor de los hermanos se dio cuenta y nos libró a todos de un apuro recogiendo la bandejita del suelo. Entonces el tío Gaudencio alzó la Hostia y susurró al buen monaguillo que tocara la campanita. Ti-lín. Mi tío seguía con los brazos alzados y miró de reojo al pequeño y le dijo entre dientes que la tocara más, “Tócala, tócala.” Pero todos nos enteramos porque el micrófono estaba encendido. Ti-lín, tintintin, ti-lín. Y hubo una carcajada general encubierta de toses y otras disculpas.

En las oraciones me tocó leer otra vez, pero esta vez a traición, porque no había sido avisada. Oramos por los pobres y por los ricos, por los que faltan y los aquí presentes. El Señor nos oyó, y seguramente, también se dio cuenta del desbarajuste que había en la iglesia. Luego llegó el momento de darse la paz y mi tío se acercó a nuestro banco para darnos un beso. Entonó la melodía de La paz esté con nosotros, que con nosotros siempre siempre siempre esté la paz demasiado alta y todos empezamos a cantar, pero según avanzaba la canción era imposible seguir. Mis padres y yo nos quedamos cantando solos, hasta que la última estrofa se quebró con risa silenciosa pero incontrolable. Finalmente el tío Gaudencio regresó al altar, todos levantamos el corazón hacia el Señor y nos fuimos en paz.