jueves, julio 05, 2007

La cena

Anoche estábamos invitados a cenar en casa del Embajador de España en Lima. Nos arreglamos y emperifollamos como corresponde, pero la elegancia dijo tururú cuando los seis subimos a la furgoneta.

Bajamos por la Costa Verde con el brum-brum y fuimos bordeando la orilla, con las luces de la noche reflejadas en el mar, hasta llegar al barrio de Barranco. En la casa del Embajador paramos, y en la puerta nos esperaban un guardia y un señor que nos guiaría adentro, pero nunca sabremos lo que pensaron al ver tal escena. Frente a ellos había parado una furgoneta gris con capacidad para quince, de ya hace unos años, llena de gente que no pegaba para nada con el transporte. Nosotros abrimos la puerta deslizante de golpe con un clánc bastante fuerte, y fuimos bajando de una en una, como si nada, con vestidos y chaquetas, con previos arreglos de peluquería algunas, con camisa y corbata unos y con chal y tacones otras, retirándonos el pelo de la cara y diciendo Buenas noches.

Cruzamos el jardincillo intentando no meter el tacón en la hierbecilla entre piedra y piedra, y nos abrieron las puertas de la casa.

Pisamos el suelo de la entrada, construido con un puzzle de baldosillas antiguas, vimos los azulejos preciosos de los escalones, la gran barandilla de la escalera y el techo de madera tallada, traída de Centroamérica.

Pasamos al salón de la izquierda, donde un gran tapiz cubría la pared del fondo. Había un arco blanco de madera que separaba el salón de la sala del piano de cola. En el piso había varias alfombras de distintas partes del mundo, en las cómodas, fotos del Rey y del Príncipe, en las mesitas bajas había cajitas y ceniceros de plata, y cinco percheros de pie con uniforme antiguos de la Guardia Real. Como luego nos explicó, el Embajador era coleccionista, un gran entusiasta de la historia, y un experto en temas de ejércitos, regimientos, uniformes y batallas.

Admirábamos todos esos tesoros cuando entró el Embajador, Julio Albi, a darnos la bienvenida. Yo ya le conocía porque venía él sentado delante de mí en el último vuelo Madrid-Lima, y también porque está en el fondo de una foto de mi padre con el Príncipe, en la mesita pequeña del salón de mi casa, al lado del huevo de mármol.

Julio Albi encaja perfectamente en la imagen estereotipo de “señor embajador.” Es alto y canoso. Vestía una chaqueta oscura con botones dorados y un pañuelo doblado en el bolsillo, camisa amarilla con corbata verdosa, pantalones grises, calcetines oscuros y zapatos negros. Tenía el pelo canoso y ondulado, y un bigote de esos que se enrollan. Un total caballero español.

Fue muy agradable. Nos hablaba de las últimas batallas de San Martín y Bolívar, el desenlace de la independencia de cada país, de detalles nunca explicados en libros de texto, y de matices jamás mencionados. Tomábamos un aperitivo de Jerez con tortitas de cebolla mientras mi tía Mónica y él nos contaban cómo escribieron un libro juntos, y a mi se me caía el moco literalmente. Se me había olvidado tomarme el Frenadol, y yo sentía la gota bajando. Yo tenía un Kleenex en el bolsillo de la chaqueta, y con cuidado lo sacaba de vez en cuando y me limpiaba, pero sin soplar, porque eso no estaría nada bonico, que diría mi Abuela. Luego se cayó un cojín al suelo y mi tía Aurora lo recogió enseguida con movimientos de cisne, como si tal cosa, sin que nadie diese señales de haberse enterado. Mi tía María Dolores puso su copa en el posavasos de mi madre, y mi madre se lo dijo. Ella se dio cuenta y se lo fue a devolver y en esto se chocaron sus manos —todo esto en silencio mientras el Embajador hablaba—, y de pronto apareció el guante blanco de un camarero con un posavasos más.

Hay que decir que toda esta patosería fue elegantemente disimulada y de nada se enteró el señor Embajador. O tal vez por diplomacia decidió no verlo.

Pasamos al comedor, donde nos sirvieron salmón ahumado con espárragos, lenguado con papas redondas y pimiento, y un flan de almendras de postre. Un menú muy diplomático. Bebimos el Rioja que nosotros habíamos llevado, y todo fue presentado en vajilla grabada con el escudo español.

Creo que todos disfrutamos mucho de la conversación, de la degustación y del privilegio de cenar con el Embajador en petit comité. Pero lo mejor de la noche estaba por llegar.

Regresamos al salón para tomar el café o menta, según la elección de cada uno, y siguió contándonos sus impresiones del Perú. Dijo que Arequipa era una ciudad maravillosa, que su Plaza de Armas era especial, que el Convento de Santa Catalina era único, y otras verdades con las que mi madre y yo estábamos muy de acuerdo y que mis tíos iban a comprobar en los próximos días de su viaje.

Cuando pareció oportuno, nos levantamos para despedirnos. A mi tía María Dolores se le salió un zapato y yo miré para otro lado, no vaya a ser que me de un ataque de risa. Nos hicimos todos una foto junto al piano. Cruzábamos el salón para salir a la entrada, despacito mientras mi tía Mónica y mi tío Arturo hablaban con Julio, cuando a María Dolores se le enganchó el tacón en los hilos de una alfombra y se le volvió salir el zapato. Yo apreté los labios y aguanté. Pero mi tía entonces dijo, “Ay, que se me va el zapato.” Y en efecto, el zapato estaba a medio metro ya, y mi tía lo perseguía con el pie desnudo; miré a mi madre y mi tía nos miró a las dos y ya no lo pudimos resistir. Se nos escapó una risita, creemos que el Embajador no se dio cuenta, pero mientras mi madre y mi tía recompusieron sus caras enseguida, yo me giré y me mordí el labio, me entraron sudores y me acordé de mi padre y de mi Abuela. Pues vaya herencia me han dejado.

Por fin nos despedimos, y Julio muy agradable. Dijimos que habíamos estado muy a gusto y que había sido un honor.

Subimos a nuestra furgoneta querida y escacharrada, estallamos en carcajada, y nos escacharramos nosotros también.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Como siempre, una descripción que me ha hecho acompañaros en todos los momentos, incluida la carcajada que acabo de dar.

Besos

7/09/2007  
Blogger Monica said...

Paloma, me ha encantado tu crónica. Por lo que veo, algunos estuvimos entreteniendo al embajador mientras otras os divertíais de lo lindo. Pero tranquila, que la caída literal del moco no se notó y tu abuela no tiene de qué avergonzarse. Por cierto ¿qué tenía de malo nuestra fragoneta? Lo único, que sepas que ahora se llaman "manovolumen".
Un beso de tu tía Mónica

7/23/2007  

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